1 de octubre de 2008

2 de octubre no se… ¿qué?


No es lo que pasó, pasó,
o lo que pasó, pasa hoy.
No es dizque de donde vengo,
ni quesque pa’ donde voy.
Soy un sesentayochero,
Sesentayochero soy.

Desde el reproductor, la voz de Lalo “El Guajolote” se escapa por entre las rendijas de las pequeñas bocinas que custodian la pantalla del ordenador; no lo hace sola, la acompaña una su carnalita que suele habitar la garganta de Enrique Ballesté, aquél que escribiera que “eso de jugar a la vida, es algo que a veces duele”.

Con las manos encima del teclado y la mirada sobre el monitor, leo y releo la que hubiera sido la última entrega del artículo que había escrito sobre el noveno aniversario de La Jornada Morelos, ahora que la autocensura ocupa en casa un lugar privilegiado junto a la intimidación y el asesinato de periodistas en manos del narcotráfico; la cancelación de propaganda gubernamental para golpear la economía de algún medio incómodo; el cierre de ediciones radiofónicas o, de plano, el despido de sus conductoras cuando la dignidad anida en su palabra, y el secuestro con patente de corso expedida por una Corte, que dice ser Suprema y dice ser de Justicia, de periodistas honestas.

No tiene sentido ocupar un espacio, privilegiado sin duda, para quejarme por enésima vez de algún formador o formadora que cambia impunemente los títulos de mis artículos, los pasa por la guillotina de su ignorancia o prefiere guardarlos en el cajón de su ineptitud y falta de oficio periodístico, que publicarlo; sólo porque mi pluma señala la mentira, la hipocresía y la contradicción sistemática de un movimiento y un su líder que se dicen de izquierdas mientras callan ante la militarización, el despojo, la calumnia, la represión, el hostigamiento, las sentencias a cadena perpetua y el asesinato de hombres y mujeres cercanos a los pueblos indígenas zapatistas; no tiene sentido.

Mejor aprovecho que el patetismo y esa pulsión de muerte que se destila hasta en nuestras canciones rancheras ha hecho del 2 de octubre el día nacional del derrotismo nuestro. ¡Qué viva el culto a la pesadilla y la vocación de fracaso! No vaya a ser que la memoria se sacuda el melodrama con que Televisa y TV Azteca nos estupidizan y recordemos que hace 40 años en este país asomó la posibilidad de construir un mundo nuevo y mejor en asambleas multitudinarias de estudiantes, maestros, padres de familia y trabajadores; en brigadas de información que hacían del volanteo, la canción y el teatro armas más peligrosas que las bazucas y las bayonetas, porque sembraban conciencia; en manifestaciones que protagonizaban lo mismo mujeres gigantas con niños a cuestas que burócratas insumisos.

Mejor el llanto, las veladoras en las plazas, los poemas lúgubres y el performance sanguinolento; que la alegría, la fiesta y la reflexión de lo que se hizo bien entonces para repetir la experiencia. Mejor el terror, el miedo soplando en la nuca diciendo: “no hables, no cantes, no bailes, no escribas, no te quejes, no protestes, no te organices, no salgas a la calle, no tomes la plaza”; que descubrir que el preso político de hace cuatro décadas se convirtió en funcionario de gobiernos priístas (es decir, criminales), asesor de administraciones panistas (léase, fascistas) o legislador perredista que cuando no comete “errores tácticos” vota por leyes que ni siquiera ha leído.

¿Y si mejor no? ¿Qué si opto por pensar en “El Sebas” llegando la tarde del 27 de agosto de 1968 al zócalo capitalino con el corazón latiéndole tan fuerte que pareciera que no le cupiera en el pecho, y no en las tanquetas que unas horas más tarde saldrían de Palacio Nacional para arrasar con él y todos sus compañeros? ¿Qué si decido recordar a Alfonso gritando al día siguiente: “no vamos, nos llevan”, cuando el DDF lo obligó a dizque desagraviar una bandera que se atoró en el asta poniéndose de luto, y no a los trabajadores de limpia intentando lavar la sangre que el 3 de octubre servía de alfombra en la Plaza de las Tres Culturas?

Prefiero, mil veces, imaginar a Lucía, hermana de lucha de Olivia “La Güera” Ledesmamarchando en silencio la tarde del 13 de septiembre asida a su inseparable bastón; que a los curas que cerraron a piedra y lodo la iglesia de Santiago Tlatelolco para que no entraran quienes buscaban guarecerse de las balas el 2 de octubre; traer a la memoria a Nicolás gritando ¡Viva México! en Ciudad Universitaria junto con Heberto Castillo, que mirarlo de nuevo secuestrado en Lecumberri como veo ahora a Nacho del Valle en el penal del Altiplano, o escuchar al Edupoz y al Churro guitarra en ristre y canto en astillero, que verlos perseguidos por los soldados de un ejército que se dice mexicano a tan sólo diez días de que comenzaran las Olimpiadas.

Eso prefiero…

Cada vez menos pequeños,
cada quien su cada cual;
de utopías y de sueños
vamos cargando un morral:
somos tzotiles-defeños
en Tlatelolco y Acteal.

17 de septiembre de 2008

Bienvenidos al terror.


La noche del pasado 15 de septiembre México hizo una más de sus falaces entradas el llamado primer mundo. No lo hizo por la puerta aquella que Carlos Salinas de Gortari abriera con la firma del mal llamado Tratado de Libre de Comercio de América del Norte, de cuyos resultados dan cuenta las miles de personas que han migrado a Estados Unidos porque el campo está devastado, el desempleo es moneda corriente en las ciudades y los pequeños y medianos comercios han quebrado. Tampoco por la vía de un proceso electoral que dentro de los márgenes de una limitada democracia representativa pudiera ser considerado “limpio”, las elecciones pasadas dejaron muy en claro que ni siquiera podíamos aspirar para algo así. Lo hace por el umbral del terror.

Allí están las imágenes, crudas, desgarradoras, en los medios propagandísticos que solemos llamar de comunicación: dos granadas de fragmentación habían sido detonadas durante la ceremonia del Grito de Independencia en Morelia, Michoacán. La danza de cifras con los números de las personas muertas y heridas, de las declaraciones gubernamentales, de los nombres de las más de cien víctimas, de las condenas, trajeron a la memoria aquella nube de los atentados en Estados Unidos, España o Gran Bretaña; no la nube de humo tras las explosiones en sus emblemáticos edificios y trenes subterráneos, sino la del alimento favorito para el terror: la desinformación.

Apenas se articulan algunas expresiones que ya se van haciendo lugar común para referirse al hecho: “cobarde”, “criminal”, “terrorista”, propio de “traidores a la Patria”; poco se dice, sin embargo, de que esto no es sino resultado de la aventura guerrerista en la que nos ha involucrado Felipe Calderón como usurpador de la Presidencia de la República y la clase política que lo acompaña, ora aplaudiéndole la militarización del país y permitiendo la aplicación del Plan México, ora desde la iniciativa privada que se manifiesta por la inseguridad pero no está dispuesta a cambiar el modelo económico que la ocasiona, ora desde la oposición del PRI y el FAP (PRD, PT y Convergencia) que incómoda y hasta contestataria no deja de ser cómplice de la estupidez y el cretinismo que acusa el Poder de Arriba.

No nos equivoquemos. En efecto, lo ocurrido en Morelia es una verdadera aberración y merece nuestra condena; pero de ningún modo se trata de nuestro estreno en eso que los enterados llaman “terrorismo”. México y quienes en él sobrevivimos ya tenemos conocimiento de lo que es el terror; antes del 15-S en Morelia hubo un 2-O en la Plaza de las Tres Culturas, un 28-J en Aguas Blancas, un 22-D en Acteal, un 14-E en Tlalnepantla, un 4-M en Atenco o un 1-N en Oaxaca. Todos y cada uno de estos casos fueron, conforme a la definición que la Organización de Naciones Unidas pusiera en la mesa durante la Cumbre sobre la Democracia, Terrorismo y Seguridad llevada al cabo en marzo de 2005 en Madrid, España, acciones destinadas a causar la muerte o lesiones corporales graves a civiles o no combatientes con el propósito de intimidar a una población a abstenerse de realizar un acto.

Así, pues, la condena nuestra, ya sea como sociedad, ya como meros individuos, no tiene por que ser más enérgica que las condenas todas que nos merece el terrorismo que nos recetan los desgobiernos nuestros en nombre del Estado de Derecho. Porque, como hemos dicho antes, el terrorismo y el narcotráfico no son producto de la deshumanización y la descomposición sociales per se, sino de un modelo de producción económica que primero socava nuestras sociedades rompiendo los vínculos afectivos e históricos que nos dan dignidad e identidad y luego “justifica” el uso de la fuerza para “pegar” lo que ha roto. El asunto aquí es que al sistema-mundo que el capitalismo “regula” no le interesa “pegar” nada, sino “pegarnos” (en la acepción de golpearnos) a todas, a todos, física y emocionalmente, para que no pensemos, no salgamos de nuestras casas, no protestemos, no defendamos lo que es nuestro; para que no digamos, en fin, “no quiero ser una mercancía más” o “no quiero ser una cifra más en la estadística de lo desechable”.

Tomémosle la palabra al títere que ése mismo modelo ha puesto de gerente en Palacio Nacional: con unidad y entereza hagámosle saber a él y a los criminales con que se rodea, a sus amos en las cúpulas del Poder y a sus cómplices en las Fuerzas Armadas, en los tres poderes y órdenes de Gobierno, en los partidos políticos, en las organizaciones obreras y campesinas clientelistas, en el narcotráfico, en las redes de pederastas o en quienes se visten de izquierdas mientras rinden homenaje a la mentira, la traición, la burla, la explotación, el despojo y la miseria, que no nos amedrentarán. Pero, sobre todo, dejémosles muy en claro que son ellas y ellos, no nosotras, no nosotros, quienes deben comenzar a temblar de miedo porque no les vamos a permitir que hagan de México tierra de abono para la desesperanza.

19 de junio de 2008

VILLA, 130 AÑOS :: Sobre la biografía narrativa de Paco Ignacio Taibo II.*





Hay libros que escribir sobre ellos resulta demasiado fácil porque el autor ha dejado tantos cabos sueltos que la tierra donde sembraremos las palabras nuestras será sin duda, por virgen, fértil. Pancho Villa. Una biografía narrativa, escrito por Paco Ignacio Taibo II, no es uno de esos.
Coreuta de su tiempo, en 72 capítulos Taibo II teje y desteje un rosario de historias escritas y habladas a muchas voces muchas veces, sobre un hombre común y corriente pero cuya singularidad no deja de asombrarnos. Un hombre que, como nos cuenta el mismo Taibo II, “apenas sabía leer y escribir, pero cuando fue gobernador del estado de Chihuahua fundó en un mes 50 escuelas […] con fama de beodo que sin embargo apenas probó el alcohol en toda su vida […] que a partir del robo organizado de vacas creó la más espectacular red de contrabando al servicio de una revolución […] que en 1916 propuso la pena de muerte para los que cometieran fraudes electorales […] del que se dice que sus métodos de lucha fueron estudiados por Rommel, Mao Tse Tung y el subcomandante Marcos […] al que odiaban tanto, que para matarlo le dispararon 150 balazos al coche en que viajaba; al que tres años después de asesinarlo le robaron la cabeza, y que ha logrado engañar a sus perseguidores hasta después de muerto”.
Historias todas ellas con las que el autor, el narrador, el contador de cuentos, el heredero de los mentideros, unas veces coincidirá y otras diferirá, unas veces dará datos vagos, o no los dará (porque no cuenta con ellos), y otras nos atiborrará de una vasta variedad de versiones las más de ella contradictorias y al mismo tiempo fascinantes. Paseo, no demasiado largo, a pesar de sus 854 páginas, sin contar la Bibliografía, a través de la admiración, la repulsión, la fascinación, el miedo, el amor, el odio, Pancho Villa... no será una ruta guía, una lección transparente, un manual para corregir el presente; porque Taibo II no sólo se ha propuesto “contar y no juzgar”, sino que se ha obligado a huir de la tentación de “masticar, ordenar y manipular la información para cuadrarla a una hipótesis” y, sobre todo, dice, de censurar. Más aún, con la advertencia lanza una invitación cual instrucción de vuelo o mapa para las andanzas, nunca como salvavidas: “Partamos del supuesto de que Pancho Villa no se merece una versión edulcorada de sí mismo, ni se la merece el que escribe después de haberle dedicado cuatro años de su vida y no se la merecen desde luego los lectores”.
Así, esta biografía narrativa comenzará a meter al lector en la dinámica maravillosamente enloquecedora de hurgar y armar la historia de vida del general en jefe de la División del Norte, inclusive desde la portada, diseñada por Ana Paula Dávila, y las citas que sirvieron de epígrafes al inicio del libro. Y es que la fotografía que suponemos ha escogido Paco Ignacio para la primera de forros y que aparece de nuevo en las Notas del primer capítulo no lleva crédito de quien la tomó, cosa extraña en este narrador que casi compulsivamente ha dado cuenta de biógrafos y fotógrafos de quienes va de la mano por el bendito infierno de la recreación histórica.
De modo que inmediatamente nos contagia no sólo de su espíritu como historiador, sino también de las inclinaciones detectivescas del Héctor Belascoarán, al grado de plantearnos dos tesis extremas, una más jalada de los pelos que la otra: o bien, que la foto de portada no existió en verdad y que es un fotomontaje realizado por la misma Ana Paula para mostrar una suerte de Pancho contradictorio, con traje y sombrero, al mismo tiempo urbano y rural, pero curiosamente con algo que parece un libro entre las manos, objeto que en el lugar común de imágenes villistas uno supondría sustituido por un mauser; o la foto es aquella que el mismo Taibo II apenas menciona en el capítulo “Pancho gobernador”, y que siendo autoría del estadounidense Otis Aultman, consigna con una frase que de suyo antoja: “el retrato más amable que se le ha hecho”.
Luego están las frases que más que epígrafes parecen estar dando cuenta de una conversación entre sus decidores. Para empezar, las dos citas del biógrafo que quizás estuvo más cerca de retratar la esencia de Villa, Ramón Puente, son un mazazo: “Por un breve tiempo, también los bandidos tienen su reino, su justicia, su ley”, y: “No lo entienden. Harán de él caricaturas, semblanzas de un detalle o de un aspecto de su persona; fabricarán con él leyendas y novelas”. A lo que el mismo Pancho responde: “Amigo, la historia de mi vida se tendrá que contar de distintas maneras”.
Ambas locuciones, vienen a significarse entonces un guiño de bienvenida que parece decirle al lector: déjate llevar por las historias que aquí se cuentan, zambúllete entre las palabras pacientemente engarzadas por este narrador y date permiso de poner en duda todo lo que hasta ahora sabías de Pancho Villa. Porque sólo así disfrutarás de este paseo centenario que tiene como punto de partida el 5 de junio de 1878, fecha de su nacimiento, y como punto de llegada, o casi, el 18 de noviembre de 1976, día en que se pretendió exhumar los descabezados restos de Pancho para ser llevados supuestamente al Monumento a la Revolución en la ciudad de México, en medio de una historia que parece dar cuenta de su última fuga, la más duradera, del sistema que lo persiguió, despreció, utilizó cuando pudo y, ya muerto, regateó su reconocimiento como uno de los personajes más representativos, junto con Emiliano Zapata, de la revolución agraria de 1910-1920.
Y, tras ésta bienvenida, Paco y Pancho se toman, no de la mano, sino de las palabras, propias y de otros, para hablarle al ama de casa y preguntarle, como Villa a Luz Corral, si fusila o no a tres traidores que quisieron volar la vía del ferrocarril, tras una conversación con John Reed sobre socialismo y voto femenino; al estudiante de secundaria o bachiller e invitarlo a descubrir los mil y un rostros de Doroteo jugando naipes bajo un árbol a los catorce o disparándole al patrón que quiso abusar de su hermana Martina dos años después; al obrero de a pie o al campesino condenado a desaparecer en estos tiempos de neoliberalismo y susurrarles al oído que Pancho casado o arrejuntado con por lo menos 29 mujeres, llorando ante un pelotón que estuvo a punto de fusilarlo sin cargos ni consejo de guerra, intentando leer Los tres mosqueteros en la prisión militar de Tlatelolco o peleando mano a mano con toros de cuernos achatados es más parecido a ellos que lo que ellos mismos creen.
Porque Pancho Villa. Una biografía narrativa es un libro que le hará al lector no saber si querrá darle un abrazo al protagonista cuando propone en la Convención de Aguascalientes que él y Carranza sean fusilados para que acabe la pugna entrambos o una bofetada con el dorso de la mano cuando justifica (quizás porque él mismo lo ordena) el asesinato de David G. Berlanga a manos de Rodolfo Fierro. Un libro en el que dan ganas de reír con Pancho sentado en una Silla del Águila apócrifa junto a Zapata en la cima más alta de la Revolución Mexicana y, al mismo tiempo, pelearse contra él cuando pese a todas las pruebas de que Madero sólo es un curro que nada más piensa en los intereses de su clase, él, Francisco Villa, seguirá siendo maderista hasta la muerte.
Imposible será también para el lector que a lo largo de más de 700 páginas ha visto morir uno a uno los hombres que acompañaron a Villa a lo largo de su vida no arremangarse la camisa, subirse el dobladillo del vestido o ponerse unos pantalones de mezclilla para levantar junto con Pancho el proyecto social que hará de Canutillo, con todo y su Escuela “Felipe Ángeles”; mientras él mismo se define, como escribe Paco Ignacio, frente al socialismo y frente a la iglesia: “los líderes del bolchevismo persiguen una igualdad de clases imposible de lograr. La igualdad no existe, ni puede existir. Es mentira que todos podamos ser iguales; hay que darle a cada quien el lugar que le corresponde […] Es justo que todos aspiremos a ser más, pero también que todos nos hagamos valer por nuestros hechos […] Yo no soy católico, ni protestante, ni ateo. Soy librepensador […] Un cura es un hombre de negocios como cualquier otro […] Yo sería de aquella religión que no me hiciera tonto.”
Si el lector ha llegado hasta aquí difícilmente se detendrá. No sólo porque ya le falta mucho menos de cuando comenzó, sino porque a estas alturas habrá aceptado a Pancho con todas sus contradicciones y lo sentirá como un padre, un hermano o un amigo a través de la pluma de Taibo II. Es entonces cuando le dolerá acercarse al final harto conocido rebasando apenas las 800 páginas y ser testigo del entramado que Obregón, Calles y Amaro le tenían preparado la mañana del 20 de julio de 1923 por conducto de unos cuantos hombres cuya mediocridad no daría para más acto trascendente que asesinarlo; claro, con el beneplácito y la abierta complicidad de la oligarquía de Chihuahua, que así se cobraba aquél decreto de confiscación de bienes emitido por Villa cuando fue gobernador.
Como hiciera en su Ernesto Guevara, también conocido como El Che, Paco Ignacio Taibo II se despedirá del lector dando cuenta de la maldición que persiguió a quienes estuvieron directamente involucrados, primero, con el asesinato de Pancho y, luego, con el robo de su cabeza tras cortarlo del cuerpo que yacía en la tumba 632 de la novena sección del cementerio de Parral: al menos dos de los asesinos morirán en medio de tiroteos, uno acribillado y otro de dos tiros en la cabeza, y de los profanadores uno moriría de gangrena, otro simplemente desaparecería, otros dos serían asesinados al parecer por órdenes del entonces coronel Francisco Durazo Ruiz, el cuarto quedaría muerto en una pelea tras un juego de baraja, el quinto fallecería acuchillado, el sexto perdería la vida por alcohólico, y los últimos dos quedarían, muerto en circunstancias extrañas, el uno, y ejecutado luego de un arresto, el otro.
Reservamos para el lector la última fuga de Pancho, contada por Paco Ignacio antes de dejarnos un último guiño en medio del titipuchal de puertas que ha dejado entreabiertas para que Elías Contreras continúe la chamba de investigador que iniciara Belascoarán Shayne: la portada de Rayo y azote de Muñoz y Puente, editado por La Prensa en 1955. Mientras tanto, Patrick Rambaud asegura que “la historia no es una ciencia exacta, divaga, hay que dejársela a los soñadores, que la recomponen por instinto”; porque “al hombre –agregaría Óscar Liera- siempre le han gustado los cuentos”.


El pasado 5 de junio Francisco Villa cumplió 130 años de haber nacido, habíamos guardado éste material para publicarlo entonces pero por diversas situaciones olvidamos hacerlo; aquí lo tienen antes que pase más tiempo

3 de junio de 2008

Colorín tricolorado...



















En un lugar de la mancha, frente al pelotón de fusilamiento… de libros, cierto cómico-laudero que por las noches se convertía en vampiro negro contaba la historia de una cucaracha que una mañana despertó convertida en un asqueroso y repugnante ser humano; pero, como buena ex-cucaracha, sentía una fuerte aversión por los bichos esos que suelen hacer de la inmundicia su hábitat natural: la clase política de su país.
Bueno, ella le llamaba “su país”; en verdad no era sino una granja… aunque no cualquier granja: la suya era una granja famosa. Mientras al sur de la comarca se había extendido una larga noche de dictaduras militares, en su tierra serían los colegas de estos mismos quienes pondrían la piedra de toque para la instauración de una dictablanda que duraría más de 70 años, hasta convertirse en una Granja Modelo, o Corona, o Victoria; daba igual, el caso es que estuviera comprometida hasta el tuétano con los vecinos del Norte.
Tal fue la fama que alcanzó su granja que muchas personalidades llegaban a ella exiliándose por la persecución que padecían en sus propias granjas, como el viejo Snowball, quien había llegado por invitación del sapo comeniños y la cervatillo cejas de golondrina; asesinado finalmente por los agentes del único cerdo de raza Berkshire que vivía en la Granja Manor: el sanguinario Napoleón.
Pero la fama de aquesta granja fue todavía más grande por otra cosa: sus funcionarios electorales, avezados como el que más en las ínclitas prácticas del ratón loco, el carrusel, las casillas zapato, las urnas embarazadas, los tortibonos, las oficinas en los panteones, el voto del miedo, los algoritmos mágicos, el padrón gillette y demás maravillas de la democracia autóctona, fueron invitados por la granja más divinamente justiciera de los alrededores para predicar con su ejemplo en las granjas del Cercano Oriente.
Eso sí, como la granja de la ex-cucaracha tenía un nombre más o menos largo que casi nadie usaba y que se parecía mucho al de su vecina del Norte, poco a poco fue conocida como Granja “El Esperpento”. Y es que allí casi todo era un continuo especular cóncavo, empezando por el capital financiero (podían incluso desaparecer de la noche a la mañana los excedentes por petróleo). Sin embargo, la muestra más fehaciente de ello (más que lo del petróleo) habían sido sus últimas elecciones; pues aquella su granja era tan, pero tan democrática, que no se conformaron con tener uno, ni dos, sino tres cochi… digo, presidentes.
El primero de ellos hasta tenía su canción: Uno soñaba que en el PAN / en una hunter iba a escapar / más de repente al “gobernar” / se quedó con el cambio y no pudo callar. Se dio a conocer cuando, creyéndose muy zorro, quiso vengarse de su rival, un pejelagarto que le hizo sombra al amor de su vida: un inofensivo animalito de la especie de los mustélidos, quien se había encariñado con una modesta covachita que su zorro había mandado construir al pie de unos Pinos.
Por si fuera poco, el pejelagarto aquél lo había llamado chachalaca. Eran los días en que éste lepisosteus, más que un pez fósil, es decir: primo hermano de dinosaurios, se sentía tan gallo como para asegurar que no le quitarían una sola pluma. No era para menos, tenía como amigos al entonces animal más rico de los alrededores (y no nos referimos a su sabor) y a cierto cardinalidae harto-avispa-primate de la granja, enemigo de las sociedades de convivencia y la legalización del aborto.
“Esto no se queda así” –pensó el zorro, celoso de que el pejelagarto le estuviera quitando hasta a sus amigos. Cerró, pues, el libro que estaba leyendo: la última novela de la escritora Sara Mago, y se dio a la tarea de arruinarle el sueño al pejelagarto de colgar sus calzones con lo amarillo por dentro en Palacio. Fue así como encontró, en mitad de un pic-nic con papas sabritas y pan bimbo por todos lados (las cocas, líquida y en polvo, las habían llevado el mismo zorro y la coyota) a alguien a quien igual se le antojaba el asunto ése de poner su tendedero de chones, porque los tenía muy azules, en el despacho del güeytlatoani; es decir, el zorro.
Para ello, casose desde luego con una malvada bruja, célebre porque ni en los saltos de jongitud se quitaba sus zapatos rojos de tacón que tanto le gustaban. Maestra de maestras, sería ella quien le enseñaría cómo hablar con los mapaches para que, como en los buenos tiempos (porque todo tiempo pasado fue mejor), las cosas salieran a pedir de boca.
Ni siquiera su viejo amigo, un velociraptos que gusta de disfrazarse de liebre para ganar maratones en el extranjero, pudo impedir que la ahora también socia del romero, de la familia de los deschamps, una planta que seguramente tiene muchas propiedades, dirigiera la orquesta de los aristógatos; llamados así porque no son sino personajes que se han enriquecido como aristócratas gracias a las políticas privatizadoras de los regímenes dinosauricos del priclásico tardío y porque bailan al son que les marca el chasquear de dedos de su principal mentor: un chupacabras que padeciendo Complejo de Esopo gusta de escribir fábulas de políticaficción.

1 de junio de 2008

GRUPO CULTURAL ZERO :: 30 años haciendo teatro abajo y a la izquierda.


Hace 30 años, trece jóvenes actores y actrices hasta entonces capitaneados por Mariano Leyva en el Grupo de Teatro y Poesía Coral “Mascarones”, se separaron de dicho proyecto para iniciar un nuevo capítulo en sus carreras histriónicas y fundaron el Grupo Cultural Zero.
A lo largo de estas tres décadas, las y los zeros fueron respondiendo, parafraseando al Che, a otras solicitudes del concurso de sus modestos esfuerzos. Hoy por hoy, luego de haber retomado la valiosa experiencia como mascarones que los convirtiera en una de las compañías mexicanas de teatro popular más importantes del país, su andar los llevó a otras tierras dentro y fuera de éste, o, como en el caso de Rodrigo y el maestro Humberto Proaño, inclusive más lejos.

Por sus filas hemos pasado otras actrices, otros actores, con proyectos propios que tarde o temprano también nos condujeron a puertos muy otros; a los que llegamos, eso sí, con las mochilas cargadas de una herencia que se fue entretejiendo a través de la carpa rascuachi, hombro con hombro con las y los carnalitos del teatro chicano; las representaciones solidarias con obreros y campesinos sobre todo morelenses, es decir, zapatistas; los cursos y talleres para mejorar profesionalmente, pues no creemos que el teatro popular tenga que ser un teatro malhecho; la publicación de materiales teóricos para enriquecer la reflexión de nuestro quehacer, o la herencia que en sí misma tiene de suyo nuestra genealogía de cómicos de la legua, de actores y actrices trashumantes, de saltimbanquis de máscara y maroma: nietecitas y nietecitos de los siglos de oro de la lengua española y la commedia dell’arte italiana.

Vaya, pues, un beso sororo a todas las zeros y un abrazo fraterno a los zeros todos en éste su 30 Aniversario, cabalgando la misma tierna necedad que dio brillo a los ojos, fuerza a los puños y razón a la palabra de miles de hombres y mujeres que hace 40 años sacudieron al mundo lanzándose a las calles de Berkeley, París, Praga, Buenos Aires o México, contra toda las formas del Poder.

Feliz cumpleaños, donde quiera que estén: ChelaTopoNinaCheRodrigoFantasmaSaraDacPosteMarilynChivaBobbyLeoBertaChurroLalo y profe Proaño.

FELIZ CUMPLEAÑOS
MAESTRAS Y MAESTROS

28 de mayo de 2008

Entre lo probable y lo posible...


Hace unos días decíamos que la clase política ha hurtado o tomado prestado, o ambos, el lenguaje que, cito: “va y viene de entre bastidores y tras bambalinas [cuando, por ejemplo, hablan] de escenarios y actores sociales, y desprestigian al oficio teatral cuando por su ineptitud y cretinismo la gente los tacha de payasos o comediantes”.
Así, pues, escribíamos también, los payasos y los comediantes mismos, los cómicos de la legua que algunos somos y que a diferencia de las y los políticos sí hemos estudiado aquesto de ser actores y actrices, de subirnos a un escenario u otros etcéteras, tenemos la obligación moral de decirles a quienes hacen de la política su quehacer fundamental que, para construir ése mundo mejor del que tirios y troyanos se jactan de ser sus constructores, no estaría mal que empezaran por demostrar que más que posible, como decimos desde los movimientos antisistémicos, un mundo nuevo y mejor es probable.
En el güeblog, un lector, enésimo anónimo que nos tildó de “vendepatrias”, “panistas” y “salinistas”, amén de los que nos llamaron “zapatistas traidores” o “perredistas ramplones”, según fuera el caso, nos increpaba en medio tan sesuda y muy creativa adjetivación que posible y probable eran sinónimos. Posible y probablemente, nuestro distinguido y valiente lector (por aquello de esconderse en el anonimato) revisó el diccionario de la versión que posee del Microsoft Office Word que Bill Gates, a través de Carlos Slim o alguien más, le vendió.
Otro gallo le cantaría si desempolvara cualquiera de los diccionarios que tiene en su casa. Por ejemplo, Ramón García-Pelayo y Gross recoge en su Larousse Usual de 1985 como una acepción de posible: “que puede ser o suceder”, y de probable: “que es fácil que ocurra, verosímil”. ¿Son lo mismo? Por supuesto que no.
Puede ser o suceder que Calderón Hinojosa reconozca que se ha sentado en “La Silla del Águila” como resultado del fraude electoral en 2006 y que, en lugar de velar por la soberanía nacional que en caso contrario la Carta Magna le demandaría, no ha sino continuado la vergonzante contrarreforma que sus antecesores neoliberales han empujado hasta colocarnos en las postrimerías del porfiriato; pero no es fácil que ocurra ni, mucho menos, verosímil.
Puede ser o suceder que López Obrador acepte que ha sido partícipe de la traición que la izquierda partidista ha cometido contra sí misma y contra las izquierdas todas al rodearse de salinistas, sumarse al eufemismo de “error táctico” para justificar la puñalada al zapatismo en la aprobación de la contrarreforma foxista en materia indígena y coquetear con la Iglesia y la oligarquía para ganar, cueste lo que cueste, una elección federal por la Presidencia de ésta República del Esperpento; pero no es fácil ni tampoco verosímil que ocurra.
Para quienes hacemos teatro, la distinción entre lo probable y lo posible suele ser muchas veces, no siempre, más clara de lo que lo es para la clase política. Eso es porque, además de que cuando las y los políticos manosean como muchos otros el lenguaje escénico quitándole o tergiversándole de significados, contamos con herramientas como la “Teoría de Géneros” que nos legara la maestra Luisa Josefina Hernández (a quien, por cierto, le mandamos un abrazo por sus 80 años de vida).
José Agustín, lo decíamos en nuestra cita anterior, escribió hacia la última década del siglo pasado un recorrido por la escena política, social y cultural de este país al que, según nuestro modesto parecer, el maese Agustín caracterizó de manera muy atinada como una tragicomedia. Según la maestra Luisa, una tragicomedia es, dicho burdamente por nosotros, aquél drama en que el personaje protagónico va hacia una meta transitando a través de una serie de obstáculos de signo contrario que tiene que librar para alcanzarla.
Las siete décadas del régimen de partido de Estado, el PRI, sirvieron de marco para que la nación mexicana caminara hacia una meta de signo positivo: convertirse en un país democrático; sorteando una serie de escollos de signo contrario: represión, corrupción, clientelismo, miseria para grandes sectores de la población, abandono del campo, pérdida de la soberanía económica, incontables fraudes electorales, participación de la clase política en el negocio del narcotráfico, menoscabo de la vergüenza en medios de comunicación… ponga aquí, por favor, un largo etcétera.
Ése final de signo positivo, que no necesariamente feliz, estuvo a punto de ser alcanzado en el año 2000; pero, como dijimos antes, la carrera electoral por la Presidencia de la República del último año del Siglo XX quedó reducida a casi nada a lo largo de un sexenio que ni siquiera cumplió a cabalidad con el sueño de quienes el 2 de julio acudieron a las urnas con un motivo común: sacar al PRI de Los Pinos.
En lugar de acercarnos a la Utopía de Moro o la Barataria de Cervantes, parajes de lo posible, tocamos tierra en Foxilandia. Teatralmente hablando (y parece que también políticamente) caminamos de la tragicomedia que Vargas Llosa intitulara la “dictadura perfecta” del PNR-PRM-PRI, no al mundo de lo probable de un México democrático, como hubiera sido lo lógico y, sobre todo, lo ético; sino al imposible de un país “gobernado” por gerentes de la Coca-ColaSabritas y Pan Bimbo; donde nada extrañan la campaña mediática del Gordito Telmex, alterego de Slim, y la de González Torres con sus botargas del Dr. Simi, que son lo mismo pero más baratas.
Ya antes dimos muestras de cómo en éste contexto sólo pueden reinar el absurdo y lo grotesco, dejando como género por excelencia a su majestad la farsa. Algunas otras cosas se nos han quedado en el tintero, como explicar porqué aseguramos que la historia reciente de nuestro país podría contarse cual si fuera un cuento de los hermanos Grimm o una fábula de Esopo (como nos lo demandan nuestros anónimos y pugilísticos lectores); pero por ahora nos hemos extendido demasiado en aclarar aquesto de lo probable y lo posible, así que lo dejaremos para nuestra próxima cita.

14 de mayo de 2008

Algo apesta en Dinocracia.


En 1516, la isla de Utopía se abría paso con la pluma de Moro como el mejor de los mundos, por imposible, hasta entonces soñados. Casi un siglo después, cuando Cervantes publicó la segunda parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, recogería el sueño de Moro para ponerlo bajo la tutela de Sancho Panza, quien sin duda ha sido el mejor gobernador que tuviera la ínsula de Barataria. Doscientos años más tarde, Hegel plantearía los fundamentos de su dialéctica en Fenomenología del espíritu, allanando, quizás sin saberlo, el camino a Utopía y el viaje a Barataria porque unas cuantas décadas después Marx y Engels partirían de allí mismo para demostrar que no sólo filosófica ni literariamente, sino también económicamente, es posible.

Hoy por hoy, el conjunto de movimientos antisistémicos que se caminan en todo el planeta tienen como una de sus banderas fundamentales la certeza de que un mundo nuevo y mejor es posible y urgente. Pero en tiempos donde la clase política hurta o toma prestado, o ambos, el lenguaje que va y viene de entre bastidores y tras bambalinas para hablar de escenarios y actores sociales, y desprestigian al oficio teatral cuando por su ineptitud y cretinismo la gente los tacha de payasos o comediantes, estos últimos: los payasos y los comediantes, los cómicos de la legua que algunos somos, tenemos la obligación moral de decirles que para construir ése mundo mejor, habrá que empezar a demostrar en la teoría y la praxis que es, más que posible, probable.

En el mundo de lo posible, este país que actualmente está viviendo la que quizás sea su crisis más significativa de los últimos 90 años, estuvo siete décadas sumido en una tragicomedia que muy a su manera nos narrara José Agustín; pero cuyo final, el de la meta de signo contrario a todos los obstáculos que el régimen de partido de Estado le puso, no sucedió.

Ese final, bien hubiera podido ser la transición verdadera en el año 2000 a la democracia. Pero la carrera electoral por la Presidencia de la República del último año del Siglo XX quedó reducida a casi nada a lo largo de un sexenio que ni siquiera cumplió a cabalidad con el sueño de quienes aquél 2 de julio acudieron a las urnas con un motivo común: sacar al PRI de Los Pinos, y en lugar de acercarnos a Utopía o Barataria, tocamos tierra en Foxilandia.

Así, pues, el mejor de los mundos posibles dejó la tragicomedia para estrechar su distancia, no con lo probable, sino con lo imposible. Y como seguimos empleando el lenguaje teatral que ha usurpado la clase política, hablar del mundo de lo imposible es hablar del género donde reinan el absurdo y lo grotesco: el imperio de la farsa.

En Luces de Bohemia, Ramón María del Valle-Inclán define el que sin duda es el estilo dramático en el cual la clase política mexicana nos ha instalado: el esperpento. Para imaginárnoslo, el dramaturgo, poeta y novelista de la Generación del 98 nos pide que coloquemos al héroe de la Tragedia frente a un espejo cóncavo. ¿Le parece si hacemos la prueba?

Ponga usted, por ejemplo, al personaje protagónico de Hamlet, el príncipe de Dinamarca cuyo padre, el rey, fue asesinado a manos de su tío; quien a su vez tenía amoríos con la reina madre. Quien haya visto representado o, de menos, leído el drama de Shakespeare, recordará que entre todo lo que se mueve en medio de esta pugna individuo-cosmos un ingrediente fundamental es la lucha por el poder. Esta misma pieza del engranaje social la encontraremos acompañada de anécdotas distintas como parte del tema en Los siete contra Tebas, de Sófocles; Las brujas de Salem, de Miller, o Moctezuma II, de Magaña; para hablar de otras dramaturgias, incluyendo la nuestra.

Ahora bien, coloque usted la pugna por el poder en medio del patetismo de quienes manosean hasta el hartazgo el discurso patriotero-nacionalista para después despojarnos de patrimonio tangible e intangible, renovable o no, llámese petróleo y toda la industria energética que el neoliberalismo priista y panista ha ido privatizando a cuenta gotas esperando el momento para dar el golpe definitivo, sean los más de 500 árboles que vivían en el ex Casino de la Selva sirviendo de hábitat a especies de aves en peligro de extinción y toda la obra artística que el panismo morelense destruyó junto con vestigios del período posclásico para autorizar la construcción de Costco-Comercial Mexicana, fueran las más de veinte construcciones que databan del Siglo XVIII en el Centro Histórico de la Ciudad de México y que la izquierda perredista ordenó demoler para levantar los cascarones donde reubicarán a los comerciantes informales que afean el Slim Center.

¿Lo hizo ya? La historia reciente de este país, feudo por feudo, empezaría a contarse como si fuera un cuento de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm o una fábula de Esopo o La Fontaine. Vea, asómese usted mismo, usted misma, a los héroes que tenemos: gobernadores sonrientes, algunos preciosos y piadosos, en Oaxaca, Chiapas, Sonora, Puebla, Jalisco; narcosenadores que llaman a no caer en la provocación de usar el erario público con fines electorales, pero que se mandaron a hacer su camino rojo a alguna playa con las arcas del gobierno (sic); magistrados del toma-y-daca que una mañana declaran inconstitucionales leyes de medios de comunicación y todas las demás afirman que no se violaron suficientemente los derechos de la periodista aquella o de los macheteros esos, y que se vale la usura y el gasolinazo; líderes de la izquierda partidista que cierran Paseo de la Reforma exigiendo respeto al sufragio burlado y que terminan tomando asiento en sus curules y repitiendo al interior de su partido las cochinadas que el Poder les hizo a ellas y ellos mismos. En fin, como dijeran los poetas del esperpento mexicano: puro “héroe de la película, papá”.

Sólo faltaría que el escritor con más regalías entre los ríos Bravo y Suchiate fuera el brillante crítico de arte y muy democrático Chespirito, que en la máxima casa de estudios del país pusieran de coordinador de difusión cultural a un mafioso de la literatura que hubiera acabado con las actividades escénicas que eran la razón de ser de la red de teatros más grande de América Latina y que el PRI estuviera a punto de regresar a Los Pinos. El joven Hamlet, distorsionado hasta ser encarnado por un hijo de Marztita, Jorge Kawasaki o Iván Mouriño, tendría razones suficientes para decir que cuando despertó, mientras sus súbditos practicaban el arte de la escultura con estatuas de ovejas negras que usan pasamontañas, algo apestaba en Dinocracia.

29 de abril de 2008

El beso de la mujer araña.


PRIMER ACTO: Hace casi dos años, los gobiernos perredista del municipio de Texcoco, priísta del Estado de México y federal panista orquestaron un golpe represivo en contra de la Otra Campaña resultando con ello cientos de presas y presos políticos, algunos de ellos, como Ignacio del Valle, Felipe Álvarez y Héctor Galindo, condenados hasta por 67 años de prisión en una cárcel de máxima seguridad.

SEGUNDO ACTO: Apenas hace unos días, el gobierno perredista de la Ciudad de México detuvo a través de la PGJDF al actor y defensor de los derechos de la comunidad LGBT bajo la acusación de corrupción de menores y, luego, violación.

TERCER ACTO: En la ciudad de Puebla, una compañía de teatro lleva a la escena la obra "El beso de la mujer araña", de Manuel Puig. Escrita hace más de 30 años, este melodrama cuenta la historia entre Valentín, preso político, y Molina, preso por corrupción de menores... después de tres décadas, Nacho y Tito parecen revivir, a la distancia, esta misma historia.
Esta es la reseña.




Siempre he creído que escribir sobre un montaje teatral sin conocer los entresijos del proceso creativo que lo hizo posible es, por decir lo menos, pecar de soberbia. ¿Qué sabe el crítico, o la crítica, de los avatares de una puesta en escena como para erigirse en una suerte de arcángel dionisiaco y apuntar con su dedo acusador lo que desde su propia subjetividad satisface o no el filo de su espada disfrazada en odre?

Nada. Y, sin embargo, su pluma se mueve.

La última vez que estuve en Espacio 1900 para ver una obra de teatro fue en 1997, cuando las Quintas Jornadas Internacionales de Teatro Latinoamericano, y lo que recuerdo es que de no haber sido por las conversaciones entre pasillos con el maestro Carballido y los cáusticos comentarios de Marko Castillo al final de cada jornada toda aquella pedantería me hubiera sido francamente insoportable. Así que, de principio, ya tenía mis reservas.

La diferencia ahora estriba en que se trataba de un texto dramático que cuando lo leí por primera vez en mi no muy lejana adolescencia me marcó profundamente, un melodrama que cuando lo vi llevado al celuloide por Héctor Babenco en su filme de 1985 no pude sino enamorarme de sus personajes protagónicos.

El beso de la mujer araña es una obra que nos presenta frente a frente dos mundos que en principio creemos irreconciliables por obra del dogmatismo y el miedo a lo diferente, pero que pronto descubrimos que estamos equivocados. Aquí, como en todo melodrama que se precie de serlo, el conflicto radica en el enfrentamiento entre el bien y el mal: lo que para el autor es el bien y es el mal. Sólo que a diferencia de los melodramas a que nos tiene acostumbrado el dúopolio televisivo mexicano en sus dosis diarias de mierda, Manuel Puig nos regala un texto donde lo mejor de la humanidad está representada en estos dos personajes: un homosexual que orgullosamente se asume como tal, con todas sus consecuencias, y un hombre de izquierdas preso por sus ideas, aunque dude de ellas.

Para el autor de Pubis angelical el mal no está pues representado por Valentín, como quisiera la derecha populístamente antipopulista; ni por Molina, como anhelaran esos nuevos paladines de la “pureza cultural” que convocan a madrear a las y los emos porque, acusan, “son putos”. No, para el también perseguido y amenazado Puig, el mal está en otro lado: en el sistema penitenciario que tiene a estos dos hombres presos por el delito de ser lo que son, aparato judicial ad hoc de los otros sistemas, mucho más grandes, que hacen posible que estos absurdos sean una realidad ya entrados en el Siglo 21: el capitalismo en todas sus expresiones, cuya permanencia no es sino un acta de defunción para la humanidad entera, y el socialismo que, por ejemplo, en Cuba hace posible la detención de poetas y homosexuales mientras instaura de facto una monarquía caribeña.

Porque el discurso de Puig, atravesando su novela y después su obra de teatro, es de libertad; pero también de respeto, amor y dignidad. Y lo menos que podríamos esperar de su montaje es que estos cuatro ingredientes estuvieran en juego. En lo personal, no dudo que Jorge Zago, el director de la versión que se presenta en el Espacio 1900, se haya guiado por estos conceptos; pero el resultado en escena hace pensar que faltó más compromiso en este sentido por parte de toda la compañía. Hasta el programa de mano es un reflejo de ello: ni siquiera sabemos a quien agradecer la pintura escénica, la realización del vestuario, la disposición de la utilería, el diseño de iluminación o la escenografía sonora.

Confieso que además de lo entrañable que me es El beso de la mujera araña, llegué al 1900 con una doble curiosidad: conocer el trabajo de Víctor Rubén, colega egresado de la ENAT (cuando era EAT) del INBA y de quien sólo había leído a través de la RED@ctuar y la Revista Mexicana de Teatro PasoDeGato, y, con no poco morbo, verificar qué celebraba Amancio Orta, de quien su paso por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM ya me hacía, si no quitarme el sombrero, sí tenerle algo de respeto. De cualquier manera, 30 años en escena se dicen más fácil de lo que en realidad se cumplen.

Las reservas iniciales para con el lugar se volvieron casi negativa total cuando el escándalo de la discoteca en la planta alta se me presentaba como insalvable, ensuciando sonoramente la puesta en escena. Por fortuna mis reticencias se desvanecieron cuando pasamos al pequeño teatrito, algo incómodo, pero aislado por obra y gracia de unos cartones de huevo a duras penas ocultos.

Le pedí a mi compañera que nos sentáramos lo más cerca posible al escenario, dispuesto al ras de la primera fila de butacas, sin telón de boca, como en los pequeños espacios que posiblemente han alojado la obra de Puig en Argentina tras la caída de la dictadura militar; no quería perder detalle de los gestos más sutiles ni de los ademanes más pequeños.

Una a una, las llamadas una y dos se sucedieron y la voz de Edith Piaf (creo que en L’accordéoniste) preconizó, aunque con descuido del técnico en cabina, la tercera con la consabida petición de apagar teléfonos móviles o, como se dice por estas tierras, “celulares”. El oscuro, segundo indicio de que la puesta no correría riesgos (el primero fue la Piaf cantando a través de las bocinas), bañó escenario y sala para dar oportunidad a que Orta y Rubén se colocaran en su sitio para comenzar a ceder su lugar a Molina y Valentín, respectivamente.

Y esto de “comenzar a ceder” fue tal cual. La primera sensación que tuve fue que Víctor y Amancio iniciaron como “calentando motores”. Fue más evidente en Víctor, a quien además sentí “yendo y viniendo”, soltando a veces la ficción, dejando que Valentín apareciera esporádicamente, inclusive algo cansado y distraído. Con Amancio fue diferente, no se veía tan cansado y pronto permitió que Molina llegara a la cita conmoviéndonos en lo posible.

Muchas veces hemos oído que cuando las cosas salen bien hay que agradecerlo a los actores y cuando salen mal culpar al director; en lo personal, además de injusto, me parece incorrecto: como histriones que son más que marionetas, creadores también de su propia dramaturgia, los actores son soberanos de lo que suceda en escena durante cada función y creo que esta vez Amancio y Víctor salieron a darnos una muestra de lo que saben hacer, de cuan concientes son de su cuerpo (aunque no se pueda decir lo mismo de su volumen de voz), de que tienen oficio; pero que decidieron plegarse por entero a la dramaturgia de la puesta en escena ideada por Zago, aportando quizás a lo largo del proceso, pero no ya (o al menos no mucho más) durante la temporada.

Y, claro, las preguntas fueron entrando y haciendo mutis una tras otra: ¿Qué hubiera sucedido si, en vez del lugar común que imagina al militante de izquierdas como un hombre de una sola pieza, dogmático per se y hasta “heroicamente” insensible, lo que parece quererse representar con una dicción casi sin matices, Zago hubiera permitido que Víctor se dejara tocar más, sólo un poco más, y que eso se viera reflejado en los registros vocales? ¿Qué, si Amancio hubiera tenido un poco siquiera de relación con las fotografías de las divas del cine nacional pegadas en la pared, y que éstas fueran también las actrices de otras cinematografías, europeas por ejemplo, alemanas para más señas?

Entiendo perfectamente que Puig al escribir su melodrama nos presenta personajes tipo, poco o nada complejos, hasta predecibles; pero si en lugar de seguir lo marcado por Babenco en su película y la propuesta de Raúl Juliá interpretando a Valentín, Zago y Víctor hubieran explorado un poco más las contradicciones del personaje a lo mejor tendríamos a un Valentín con trayectoria propia, partiendo del momento de clara autosuficiencia que le permite todavía burlarse de las narraciones cinéfilas de Molina y yendo al de la pérdida total, o casi total, de la esperanza, al cuestionamiento de la bondad y viabilidad de los propios ideales.

No sucede así, Víctor parece quedarse corto y Valentín apenas y asoma la cabeza por el escenario, y es una lástima; hay momentos en los que Víctor se da permiso de ser más tierno que lo que el lugar común se lo permitiría, entonces salimos ganando todos: el mismo Rubén, su personaje y el público, que llegábamos a sentir compasión por ambos. Porque es esa ternura, en medio de la desolación de quien se sabe perdido por una causa de la que, insisto, empieza a dudar, lo que hace de Molina la “mujer araña”. Valentín tiene que llegar a ser ése náufrago de su propio sueño, en un naufragio que no es otro que el del ideal percibido como inútil, el da la insuficiencia inicial hecha añicos tras reconocerse como el pequeñoburgués que su dogmatismo tanto persigue y culpa.

De esta suerte, Molina sería obligado también a encarar sus propias contradicciones. Aquí, Orta nos regala más tela de donde cortar. Sabe que en sus hombros recae el peso del personaje protagónico y lo despliega con esa misma conciencia ante nuestros ojos con oficio: se ven las tres décadas de tablas. Pero nuevamente Zago parece ceñir al actor con lo hecho por William Hurt o, peor aún, con lo ya probado por el mismo Zago en las quien sabe cuantas veces anteriores veces que ya ha montado El beso de la mujer araña.

Y aquí aparecen las más dolorosas de las preguntas: ¿Está Zago repitiéndose? Y, por causa de esta repetición, ¿está impidiendo que Amancio y Víctor exploren en escena más de lo poco que quizás experimentaron durante el “laboratorio”? ¿Hubo laboratorio de puesta en escena o sólo se trata de un cartabón probado hace unos años y vuelto a montar tras desempolvarlo?

Espero que la respuesta sea un no en todos los casos, porque lo contrario sería una falta de respeto para todos. En principio para Manuel Puig, porque ahora que las derechas y las izquierdas en el poder, por más modernas y democráticas que digan ser, repiten el modus operandi de sus antecesoras: las derechas retrógradas y fascistas que persiguieron a Puig y censuraron su obra, poblando el país con centenares de presos políticos y emprendiendo persecuciones morales contra la diferencia, El beso de la mujer araña recupera una vigencia (si es que alguna vez la había perdido) que a todos debería preocupar.

En segundo lugar, Jorge Zago nos ha regalado en este montaje un tratado inteligente y sensible del melodrama más famoso de Puig; no sería justo para él mismo conformarse con repetir lo que ya antes le ha funcionado. Como tampoco lo sería para Amancio ni para Víctor, quienes merecen ser parte de un proyecto en el que no sólo sean marionetas que respondan al deseo de un director (por más honesto que éste sea) como lo postulara Craig. Y menos lo sería para un público ávido de ver teatro (la sala estaba llena y la temporada ya tiene sus buenos meses en cartelera), que seguramente agradecería la temeridad del director, lo mismo que la generosidad de estos dos actores que, estoy seguro, nos pueden dar mucho más.

20 de enero de 2008

-Hay un problema... me gusta la política. -Y yo soy una simple campesina.

Allí están, la penumbra apenas permite que una mirada ajena a la escena, desde el patio de butacas, descubra los detalles en ese par de cuerpos que se adivinan desnudos. Ella tiene unos 25 años, el cabello oscuro y la piel más clara que la de él, casi blanca. Él si acaso ha rebazado la treintena y su morena piel la envuelve a ella casi por completo.

Sus pasos les trajeron por distintos caminos a la modesta alcoba. Dibujante él, con sueños de convertirse en arquitecto, llegó de tierras potosinas sabrán dios y el diablo hace cuanto a la todavía entonces región más transparente del aire y es ahora, en ése ahora congelado en el tiempo cual si fuera una fotografía, un trabajador telefonista. Ella no. La historia familiar oficial cuenta que por aquellos días era mesera y no hacía mucho tiempo atrás que recién arribada de tierras chiapanecas se le podía ver en los parques y plazas de la capital urgando entre los botes de basura para conseguir algún mendrugo de pan; ahora, en ése ahora, es distinto pues aquél departamento ella es quien lo renta.

Desde las candilejas, dos o tres, entra una luz que ilumina, todavía discretamente, sus cuerpos. No alcanzamos a ver aún los rostros con precisión pero una sombra muy otra se proyecta sobre los trastos vistiéndoles, naciendo desde su piel, como una mancha, como un tatuaje. A simple vista es difícil distinguir la calidad de aquella sombra, pues su nombre viene de tiempos también muy otros que la gente ha olvidado. La luz de un leeko con mica de esas que llaman “chocolate” cae desde arriba del espectador al mismo tiempo que desde las bocinas surge el sonido casi imperceptible de un auto que pasa. La atmósfera visual y sonora se completa con un gobo en el mismo leeko simulando la herrería sencilla de alguna ventana, cuya sombra viene a suplantar por un instante las siluetas de los cuerpos en el fondo: es la luz de los faros del auto que pasa.

Y con su paso, la luz del leeko sirve para cambiar en un fade out los especiales azules que iluminaban la escena para bañarla de un discreto rojo. Hemos cambiado de momento y con el cambio ha entrado también una música que como que viene de afuera: hay gente bailando. ¿Será antes o después? No lo sabemos todavía, pero el especial rojo nos ayuda a identificar qué sombra es ésa sombra primera que les viste la piel y cuyo nombre ya hemos olvidado: dignidad, parece que dicen que se llama… Una pausa, después del rallentando corporal que no habíamos notado, nos interrumpe el pensamiento. Allí están, se miran. Algo le dice él a ella que no alcanzamos a oír. No es un defecto de la voz, así ha querido el director que suceda, y vendrá luego la respuesta de ella:

–Pero, yo soy una simple campesina.

La mirada de él se enternece, lo sabemos porque la traiciona la voz:

–¿Quiéres… entonces… ser la madre de mis hijos?

El cuerpo de ella se tensa, no cree que lo diga en serio. ¿Acaso no le escuchó? ¿Qué no ha entendido que detrás de aquél “yo soy una simple campesina” hay muchas otras cosas que él puede adivinar pues la conoce de ahora, de ése ahora?

–¿Quiéres ser la madre de mis hijos? –insiste sin perder la ternura, pero agregando firmeza.

Ella entonces, sin decírselo, le pregunta sólo con el pensamiento:

–¿Estás seguro?

Y él devuelve la respuesta envuelta en un beso como si la hubiera escuchado:

–Estoy seguro.

Otro auto, la luz de sus faros bañando momentáneamente la escena yendo de un lado al otro y el sonido del motor alejándose cambia el color de la escena y mientras la música para bailar que viene de afuera desaparece, el azul que lo baña todo ha vuelto de nuevo.

Hemos regresado al otro tiempo. Los cuerpos se han cubierto otra vez en besos y abrazos. Será sólo unos segundos: otro auto, otra luz proyectando la sombra de la ventana y otro ruido de motor nos devolverá al rojo por escaso medio minuto; el tiempo suficiente para que él diga: –Hay un problema… me gusta la política.

Ella no parece escucharle, aunque lo ha hecho. Un beso suyo es ahora la única respuesta y, como pie de acción, la señal para el fade out del rojo al azul otra vez… ahora sin auto, sin luz, sin motor. Al fondo, clavado o pegado sobre un trasto que hace de pared, alcanzamos a mirar un calendario: Enero 20, 1974.

10 de enero de 2008

Cacho, Aristegui, Llamas… que por nosotr@s no quede.




El pasado 4 de enero la periodista Carmen Aristegui, conductora del informativo matutino Hoy por Hoy, se despidió del auditorio que desde enero de 2003 le acompañó de lunes a viernes y de 6 a 10 de la mañana en el noticiero producido por Televisa Radio y Grupo PRISA para Cadena W Radio. Y es que sus dueños, Emilio Azcárraga Jean e Ignacio Polanco Moreno, decidieron no renovar el contrato a la dos veces Premio Nacional de Periodismo porque la línea seguida en estos cinco años por Aristegui de pronto dejó de ser compatible con el modelo editorial que el Grupo Latino de Radio y la Sociedad Española de Radiodifusión dicen seguir.

Escuchemos en voz de la misma Carmen su despedida de W Radio:

Por lo visto, ése modelo nada tiene que ver con el respeto a principios democráticos fundamentales como la libertad de expresión que ambos corporativos han exigido para sí y para con los hombres del poder a quienes suelen defender, ora en espots para capitalizar políticamente las catástrofes mal llamadas naturales, ora en autonombradas cumbres donde se creen con el poder de callar a quienes les resultan intolerables; porque eso de la "incompatibilidad" entre los modelos editoriales practicado por Aristegui y el dictado por los capos mediáticos de México y España no es sino un eufemismo, pues a decir verdad la también presentadora de Aristegui, en CNN en Español, no fue sino censurada por su labor informativa sin concesiones y por lo mismo crítica para con el poder y sus canalladas.

No podía ser de otra manera, Carmen Aristegui se había convertido en una voz incómoda para los poderes fácticos que en diciembre de 2006 sentaron a despachar en Palacio Nacional a Felipe Franco Pinochet por vía de un fraude electoral de escandalosas proporciones, al mismo tiempo que se había ganado el reconocimiento público de amplios sectores progresistas de la población; así que mantenerla al frente del noticiero con más audiciencia durante la mañana era una contradicción que los consorcios en cuestión tarde o temprano resolverían de la única manera que podían hacerlo: echándola. El despido de Aristegui fue, pues, parafraseando a García Márquez, la crónica de una destitución anunciada.

En julio de 2007, a unos días de que Grupo Monitor por conducto de su dueño, el periodista José Gutiérrez Vivó, anunciara el fin de sus transmisiones por radio, una mujer nos preguntó a Lalo “El Guajolote” y a mí si algo le había pasado a Carmen Aristegui, porque la habíamos mencionado en una plática sobre censura a medios de comunicación; dijimos que no, pero que poco faltaba. La frase no era, por supuesto, resultado de alguna suerte de poderes oraculares, respondía a lo obvio: si Gutiérrez Vivó, siendo un colaborador del régimen, había sido castigado cortándole la publicidad gubernamental; Aristegui, que desde siempre ha destacado como una voz a contracorriente de los deseos de quienes mandan mandando en este país, no podía esperar sino un destino parecido.

¿Acaso podíamos creer que los señores del poder y del dinero perdonarían a Carmen haber detenido la pesadilla que Lydia Cacho padeció en manos de las autoridades de Puebla y Quintana Roo, aliadas con redes de pederastas, y puesto en tela de juicio la impúdica decisión de la Suprema Corte de [in]Justicia de la Nación al exonerar al gobernador Mario Marín en el caso de secuestro y tortura en contra de la misma Lydia Cacho? ¿Acaso podíamos esperarlo tras haber puesto en evidencia una de las muchas piezas del fraude electoral, desenmascarando al cuñado de Felipe Franco Pinochet controlando el padrón? ¿Era posible luego de haber dado cobertura al “presunto” asesinato de doña Ernestina Ascencio por militares del Ejército federal, a contrapelo de las estúpidas declaraciones del ombusman nacional y el pelele que reside en Los Pinos? Claro que no. Con Aristegui, el poder nos vuelve a aplicar la misma dotación que nos recetara con Cacho: la de una burla largamente augurada a la que a lo mucho llegamos a contraponer una que otra protesta desangelada o una raquítica lista de inútiles firmas. Estamos dejando a nuestras periodistas, que lo son no porque nos pertenezcan, sino porque han decidido prestarnos su voz para que se escuche la palabra nuestra, solas.

Podríamos estar defendiendo los espacios con que ya contamos y construyendo otros nuevos de tipo alternativo, tejiendo redes de información tan amplias y complejas que el poder que de arriba viene no pueda desbaratarlas; estamos en posibilidad de exigir a los medios que ya han abierto sus puertas a no cerrarlas, vigilando de cerca su actuar y señalando sin cortapisas cuando intencional o accidentalmente acallen una voz disidente; estamos obligados, obligadas, a demandar que institutos gubernamentales u oficiales de radio, televisión o prensa escrita (si los hubiera) se conviertan en organismos autónomos bajo conducción y vigilancia de la sociedad civil.

Al mismo tiempo que clausuramos simbólicamente las instalaciones de tal o cual empresa de medios podemos presionar a sus corporativos para que brinden información completa, veraz y oportuna en tanto ciudadanos; pero, también, en tanto consumidoras y consumidores, podemos castigarlos apagando nuestros televisores y aparatos de radio, cambiando de canal y dial o dejando de comprar sus publicaciones. Convirtieron el derecho a la información en una mercancía, peguémosles, pues, en lo que más les duele boicoteando sus mercados.

Es lo menos que podemos hacer para defender a Carmen y a Lydia y, en ellas, al derecho irrenunciable que tenemos de ser informados con respeto a nuestra inteligencia, sensibilidad y diversidad cultural; se trata de una deuda doble: se lo debemos a quienes como ellas lucharon, luchan y lucharán por hacer de este país un lugar menos injusto, y nos lo debemos a nosotras y a nosotros mismos. Por lo pronto, colaborador desde octubre en el sitio electrónico del diario El País, propiedad del Grupo PRISA, en busca de nuevos espacios de resonación para la palabra que abajo y a la izquierda se teje en la Otra Campaña, renuncio al mismo como un acto muy personal de protesta y solidaridad para con Carmen.

No nos conformemos con el menos esfuerzo, digamos, como María Victoria Llamas, que por nosotros, que por nosotras, no quede.