20 de enero de 2008

-Hay un problema... me gusta la política. -Y yo soy una simple campesina.

Allí están, la penumbra apenas permite que una mirada ajena a la escena, desde el patio de butacas, descubra los detalles en ese par de cuerpos que se adivinan desnudos. Ella tiene unos 25 años, el cabello oscuro y la piel más clara que la de él, casi blanca. Él si acaso ha rebazado la treintena y su morena piel la envuelve a ella casi por completo.

Sus pasos les trajeron por distintos caminos a la modesta alcoba. Dibujante él, con sueños de convertirse en arquitecto, llegó de tierras potosinas sabrán dios y el diablo hace cuanto a la todavía entonces región más transparente del aire y es ahora, en ése ahora congelado en el tiempo cual si fuera una fotografía, un trabajador telefonista. Ella no. La historia familiar oficial cuenta que por aquellos días era mesera y no hacía mucho tiempo atrás que recién arribada de tierras chiapanecas se le podía ver en los parques y plazas de la capital urgando entre los botes de basura para conseguir algún mendrugo de pan; ahora, en ése ahora, es distinto pues aquél departamento ella es quien lo renta.

Desde las candilejas, dos o tres, entra una luz que ilumina, todavía discretamente, sus cuerpos. No alcanzamos a ver aún los rostros con precisión pero una sombra muy otra se proyecta sobre los trastos vistiéndoles, naciendo desde su piel, como una mancha, como un tatuaje. A simple vista es difícil distinguir la calidad de aquella sombra, pues su nombre viene de tiempos también muy otros que la gente ha olvidado. La luz de un leeko con mica de esas que llaman “chocolate” cae desde arriba del espectador al mismo tiempo que desde las bocinas surge el sonido casi imperceptible de un auto que pasa. La atmósfera visual y sonora se completa con un gobo en el mismo leeko simulando la herrería sencilla de alguna ventana, cuya sombra viene a suplantar por un instante las siluetas de los cuerpos en el fondo: es la luz de los faros del auto que pasa.

Y con su paso, la luz del leeko sirve para cambiar en un fade out los especiales azules que iluminaban la escena para bañarla de un discreto rojo. Hemos cambiado de momento y con el cambio ha entrado también una música que como que viene de afuera: hay gente bailando. ¿Será antes o después? No lo sabemos todavía, pero el especial rojo nos ayuda a identificar qué sombra es ésa sombra primera que les viste la piel y cuyo nombre ya hemos olvidado: dignidad, parece que dicen que se llama… Una pausa, después del rallentando corporal que no habíamos notado, nos interrumpe el pensamiento. Allí están, se miran. Algo le dice él a ella que no alcanzamos a oír. No es un defecto de la voz, así ha querido el director que suceda, y vendrá luego la respuesta de ella:

–Pero, yo soy una simple campesina.

La mirada de él se enternece, lo sabemos porque la traiciona la voz:

–¿Quiéres… entonces… ser la madre de mis hijos?

El cuerpo de ella se tensa, no cree que lo diga en serio. ¿Acaso no le escuchó? ¿Qué no ha entendido que detrás de aquél “yo soy una simple campesina” hay muchas otras cosas que él puede adivinar pues la conoce de ahora, de ése ahora?

–¿Quiéres ser la madre de mis hijos? –insiste sin perder la ternura, pero agregando firmeza.

Ella entonces, sin decírselo, le pregunta sólo con el pensamiento:

–¿Estás seguro?

Y él devuelve la respuesta envuelta en un beso como si la hubiera escuchado:

–Estoy seguro.

Otro auto, la luz de sus faros bañando momentáneamente la escena yendo de un lado al otro y el sonido del motor alejándose cambia el color de la escena y mientras la música para bailar que viene de afuera desaparece, el azul que lo baña todo ha vuelto de nuevo.

Hemos regresado al otro tiempo. Los cuerpos se han cubierto otra vez en besos y abrazos. Será sólo unos segundos: otro auto, otra luz proyectando la sombra de la ventana y otro ruido de motor nos devolverá al rojo por escaso medio minuto; el tiempo suficiente para que él diga: –Hay un problema… me gusta la política.

Ella no parece escucharle, aunque lo ha hecho. Un beso suyo es ahora la única respuesta y, como pie de acción, la señal para el fade out del rojo al azul otra vez… ahora sin auto, sin luz, sin motor. Al fondo, clavado o pegado sobre un trasto que hace de pared, alcanzamos a mirar un calendario: Enero 20, 1974.

10 de enero de 2008

Cacho, Aristegui, Llamas… que por nosotr@s no quede.




El pasado 4 de enero la periodista Carmen Aristegui, conductora del informativo matutino Hoy por Hoy, se despidió del auditorio que desde enero de 2003 le acompañó de lunes a viernes y de 6 a 10 de la mañana en el noticiero producido por Televisa Radio y Grupo PRISA para Cadena W Radio. Y es que sus dueños, Emilio Azcárraga Jean e Ignacio Polanco Moreno, decidieron no renovar el contrato a la dos veces Premio Nacional de Periodismo porque la línea seguida en estos cinco años por Aristegui de pronto dejó de ser compatible con el modelo editorial que el Grupo Latino de Radio y la Sociedad Española de Radiodifusión dicen seguir.

Escuchemos en voz de la misma Carmen su despedida de W Radio:

Por lo visto, ése modelo nada tiene que ver con el respeto a principios democráticos fundamentales como la libertad de expresión que ambos corporativos han exigido para sí y para con los hombres del poder a quienes suelen defender, ora en espots para capitalizar políticamente las catástrofes mal llamadas naturales, ora en autonombradas cumbres donde se creen con el poder de callar a quienes les resultan intolerables; porque eso de la "incompatibilidad" entre los modelos editoriales practicado por Aristegui y el dictado por los capos mediáticos de México y España no es sino un eufemismo, pues a decir verdad la también presentadora de Aristegui, en CNN en Español, no fue sino censurada por su labor informativa sin concesiones y por lo mismo crítica para con el poder y sus canalladas.

No podía ser de otra manera, Carmen Aristegui se había convertido en una voz incómoda para los poderes fácticos que en diciembre de 2006 sentaron a despachar en Palacio Nacional a Felipe Franco Pinochet por vía de un fraude electoral de escandalosas proporciones, al mismo tiempo que se había ganado el reconocimiento público de amplios sectores progresistas de la población; así que mantenerla al frente del noticiero con más audiciencia durante la mañana era una contradicción que los consorcios en cuestión tarde o temprano resolverían de la única manera que podían hacerlo: echándola. El despido de Aristegui fue, pues, parafraseando a García Márquez, la crónica de una destitución anunciada.

En julio de 2007, a unos días de que Grupo Monitor por conducto de su dueño, el periodista José Gutiérrez Vivó, anunciara el fin de sus transmisiones por radio, una mujer nos preguntó a Lalo “El Guajolote” y a mí si algo le había pasado a Carmen Aristegui, porque la habíamos mencionado en una plática sobre censura a medios de comunicación; dijimos que no, pero que poco faltaba. La frase no era, por supuesto, resultado de alguna suerte de poderes oraculares, respondía a lo obvio: si Gutiérrez Vivó, siendo un colaborador del régimen, había sido castigado cortándole la publicidad gubernamental; Aristegui, que desde siempre ha destacado como una voz a contracorriente de los deseos de quienes mandan mandando en este país, no podía esperar sino un destino parecido.

¿Acaso podíamos creer que los señores del poder y del dinero perdonarían a Carmen haber detenido la pesadilla que Lydia Cacho padeció en manos de las autoridades de Puebla y Quintana Roo, aliadas con redes de pederastas, y puesto en tela de juicio la impúdica decisión de la Suprema Corte de [in]Justicia de la Nación al exonerar al gobernador Mario Marín en el caso de secuestro y tortura en contra de la misma Lydia Cacho? ¿Acaso podíamos esperarlo tras haber puesto en evidencia una de las muchas piezas del fraude electoral, desenmascarando al cuñado de Felipe Franco Pinochet controlando el padrón? ¿Era posible luego de haber dado cobertura al “presunto” asesinato de doña Ernestina Ascencio por militares del Ejército federal, a contrapelo de las estúpidas declaraciones del ombusman nacional y el pelele que reside en Los Pinos? Claro que no. Con Aristegui, el poder nos vuelve a aplicar la misma dotación que nos recetara con Cacho: la de una burla largamente augurada a la que a lo mucho llegamos a contraponer una que otra protesta desangelada o una raquítica lista de inútiles firmas. Estamos dejando a nuestras periodistas, que lo son no porque nos pertenezcan, sino porque han decidido prestarnos su voz para que se escuche la palabra nuestra, solas.

Podríamos estar defendiendo los espacios con que ya contamos y construyendo otros nuevos de tipo alternativo, tejiendo redes de información tan amplias y complejas que el poder que de arriba viene no pueda desbaratarlas; estamos en posibilidad de exigir a los medios que ya han abierto sus puertas a no cerrarlas, vigilando de cerca su actuar y señalando sin cortapisas cuando intencional o accidentalmente acallen una voz disidente; estamos obligados, obligadas, a demandar que institutos gubernamentales u oficiales de radio, televisión o prensa escrita (si los hubiera) se conviertan en organismos autónomos bajo conducción y vigilancia de la sociedad civil.

Al mismo tiempo que clausuramos simbólicamente las instalaciones de tal o cual empresa de medios podemos presionar a sus corporativos para que brinden información completa, veraz y oportuna en tanto ciudadanos; pero, también, en tanto consumidoras y consumidores, podemos castigarlos apagando nuestros televisores y aparatos de radio, cambiando de canal y dial o dejando de comprar sus publicaciones. Convirtieron el derecho a la información en una mercancía, peguémosles, pues, en lo que más les duele boicoteando sus mercados.

Es lo menos que podemos hacer para defender a Carmen y a Lydia y, en ellas, al derecho irrenunciable que tenemos de ser informados con respeto a nuestra inteligencia, sensibilidad y diversidad cultural; se trata de una deuda doble: se lo debemos a quienes como ellas lucharon, luchan y lucharán por hacer de este país un lugar menos injusto, y nos lo debemos a nosotras y a nosotros mismos. Por lo pronto, colaborador desde octubre en el sitio electrónico del diario El País, propiedad del Grupo PRISA, en busca de nuevos espacios de resonación para la palabra que abajo y a la izquierda se teje en la Otra Campaña, renuncio al mismo como un acto muy personal de protesta y solidaridad para con Carmen.

No nos conformemos con el menos esfuerzo, digamos, como María Victoria Llamas, que por nosotros, que por nosotras, no quede.