26 de abril de 2009

Benjamín Gómez Jiménez.


Esta noche, en el marco del Festival de Teatro Universitario que desde hace 16 años auspician la embotelladora de la Coca Cola en la Comarca Lagunera y el Instituto Tecnológico de Monterrey, el director y dramaturgo Benjamín Gómez Jiménez recibirá un merecido reconocimiento con motivo de su incansable labor tendiendo puentes entre las y los jóvenes de aquella región entre Coahuila y Durango y las artes escénicas.

Hablar de la obra de Benjamín Gómez Jiménez implica no sólo hacer un repaso por una dramaturgia cuyo universo abarca temas como el narcotráfico, las relaciones de pareja, la forma de hacer política en México, el amor a la vida, el alcoholismo, la opción preferencial de la Iglesia católica por los pobres, el suicidio o la defensa cultural de las tradiciones; sino, sobre todo, lanzar la mirada a casi 30 años de mantener contra viento y marea un proyecto artístico donde la imaginación, la sensibilidad y la inteligencia le ganan la jugada cada día, todos los días, al conformismo, la indolencia y la estupidez en un mundo marcado por la violencia.

Siempre he pensado que más que un hombre de teatro, que lo es y con todas sus letras, Benjamín Gómez Jiménez es una especie de misionero que en realidad al salir del Seminario se guardó los hábitos para hacer del Grupo Compañeros, fundado por él mismo en 1980 en la Preparatoria Federal por Cooperación “Calmecac” (mejor conocida como Prefema), más que una agrupación teatral su propio apostolado. ¿De qué otra manera puede entenderse, si no, el que a pesar de los pesares que él y los suyos conocen bien, su quehacer continúe rindiendo frutos a la sazón de 29 generaciones de noveles actrices y actores, cuatro libros publicados, por lo menos una veintena de obras escritas, entre cuarenta y cincuenta producciones y más de mil doscientas representaciones?

Sin embargo, dicho así, es cierto, los números dejan ver poco o nada de lo que en verdad puede llegar a significar la labor cultural del profe Benjas, como solíamos decirle (ignoro si todavía) sus alumnos. Tengo muy presente la vez que en el marco de la presentación de su primer libro, Fábrica de ilusiones y otras obras de teatro, editado por el otrora Instituto Municipal de Cultura en 1993, el maestro Benjamín dejó en manos de Adrián Sosa, Gustavo Torres y un servidor el montaje de tres versiones de sus propias obras: SaludSan Mateo de Arriba y Para siempre.

Aquella vez, la generosidad de quien el año pasado recibiera también el galardón “Santiago Lavín Cuadra” de Actividades Artísticas estuvo a prueba de todo. Por obvias razones, él había escogido para sí la adaptación y representación de Fábrica de ilusiones, cuyo montaje recién habíamos sumado al repertorio de la compañía. A Adrián, de la entonces camada de “los viejos”, le tocó remontar Salud, la cual él mismo había protagonizado cuando su estreno años atrás bajo la dirección, si no mal recuerdo, de Jesús Aviña. San Mateo de Arriba, una farsa sobre los procesos electorales que mi generación conocía a la perfección (me refiero a la obra, aunque también la farsa electoral nos la sabemos al dedillo), quedó a cargo de Gustavo. Y Para siempre, texto con sabor a obra didáctica, mucho más cercano a la tradición teatral latinoamericana influenciada por Brecht, del tipo de Buenaventura o Solórzano, quedó bajo mi arbitrio escénico.

Como era de esperarse, Fábrica... iba quedando justo como el maestro deseaba y Salud se afianzaba como una clara muestra de las bondades de la experiencia. La sorpresa, grata sorpresa, corría por cuenta de San Mateo..., donde Gustavo hacía derroche de un intuitivo entendimiento respecto al género (no perdamos de vista que carecíamos de formación teórica alguna) al grado de convertir su versión, según mi humilde y pobre entender de aquellos años mozos, en la joya de la noche. El garbanzo en el frijol o el prietito en el arroz (escoja usted el color favorito de su discriminación racial), la nota falsa, pues, la dimos en Para siempre.

Por principio de cuentas, nos dimos a la tarea de entrevistarnos con trabajadores textiles, como los de la obra, que sostenían una huelga que se conducía al fracaso, como la de la obra; renunciamos a usar la canción tema que como grupo siempre habíamos asociado con el montaje de Para siempreDime, de José Luis Perales, y en una especie de apropiación, aunque tampoco sin tomar distancia del patetismo y rayando inclusive en el mal gusto musical, escogimos Verbo no sustantivo, de Ricardo Arjona, y para colmo, en una suerte de coqueteo expresionista muy naïf colgamos literalmente a uno de los actores, el siempre solidario Jorge Villarreal, a guisa de un Cristo vestido mitad obrero y mitad campesino sobre una cruz que aparecía al final.

Las críticas al interior del grupo, sobre todo por parte de “los más viejos”, lo mismo que la duda entre nosotros respecto a si lo que hacíamos fuera “correcto”, no se hicieron esperar. Más aún, era evidente que al mismo maestro no terminaban por gustarle los cambios que habíamos propuesto, como se descubría en su mirada. No obstante, teniendo la facultad de dar marcha atrás con todo, al igual que había hecho un par de años antes cuando siendo también director del periódico Expresión de la Prefema abrió las puertas de la publicación al Consejo Estudiantil que presidíamos en 1991, Benjamín Gómez Jiménez no dudó en darnos su voto de confianza y la presentación del libro en el Teatro Isauro Martínez salió a pedir de boca.

A poco menos de 20 años, gracias a él o por su culpa, que cada quien le ponga como quiera, he continuado trabajando con grupos y compañías que creen en las artes escénicas como un derecho inalienable de mujeres y hombres libres, o con aspiración a serlo; egresé del Centro Universitario de Teatro de la UNAM, donde me encontré con otros seres igualmente maravillosos que él y que, como él, aman al teatro más que amarse a ellas y ellos mismos en el teatro, y estoy dirigiendo la puesta en escena con que se titulará la generación más reciente de egresados de la Licenciatura en Teatro de la Escuela Superior de Artes de Yucatán. Parafraseando a Raúl “El Ratón” Macías, puedo decir entonces, sin el menor rubor ni empacho, que todo se lo debo, si no a la Virgen de Guadalupe y a mi manager, sí a Dionisios y a mis maestros; de entre todos ellos, Benjamín Gómez Jiménez tiene sin duda un lugar muy especial no sólo por ser el primero: allí están sus obras y montajes para quien quiera corroborarlo; pero, sobre todo, la mar de historias de quienes a su lado comenzamos a volvernos hombres y mujeres. Gracias, maestro.

Rebelión en la granja global.













Cuando Orwell escribió en 1943 la novela donde fabulara a lo Esopo el totalitarismo de corte estalinista posiblemente nunca sospechó, ni siquiera por haber dado vida a su profética 1984, que el Siglo 21 y su culto desmesurado por el progreso reditaría la alegoría de la “Granja Animal” en una suerte de amenaza epidemiológica donde la emblemática “Batalla del Establo de las Vacas” sería reducida en su versión posmoderna a las así llamadas “vacas locas” inglesas de finales del Siglo 20 y el liderazgo del Viejo Mayor, el pendenciero Napoléon y el vilipendiado Snowball, los tres cerdos con que el autor de Homenaje a Cataluña diera voz y rostro a los tres hombres más influyentes de la revolución rusa, en una extraña cepa de influenza porcina que mantiene en estado de alerta a los países de México, Estados Unidos y, por ahora, Centroamérica.

La pregunta que recorre desde los estrechos pasillos de las cocinas en fondas y restaurantes practicamente abandonados, hasta las desoladas salas de los cines, teatros y museos que han tenido que cancelar sus actividades dizque para reducir el contagio es, cada vez más, la misma: ¿qué hacer? Swift quizás recomendaría comernos a quienes ya fallecieron por haber contraído la A/H1N1 o, por lo menos, como ya se lee en el Facebook, mucha carne de cerdo para ir creando “antipuercos”; Saramago tal vez ensueñe un estado literario de sitio, para que las intermitencias de este nuevo ensayo no alcancen a otras regiones; García Márquez sugeriría, a lo mejor, dejar atados en mitad del patio a la descendencia de Úrsula y José Arcadio con todo y su cola de marrano en estos días de amor en tiempos de transgénicos, y Marx sólo alcanzaría a prologar que un fantasma recorre el mundo: el fantasma del proletariado retrógrada que murió de cáncer por comer lo que vende Monsanto, mientras el dueño de la transnacional se despacha, él sí, con frutas y carnes sin colorantes ni sabores artificiales, sin conservadores... todo muy naturalito.

Por lo pronto, la mejor respuesta sigue siendo la calma, la prevención y, lo que todo mundo evita traer a colación, la organización. Los gobiernos “legítimo” y de facto (que de los dos no se hace uno), donde uno llama a la defensa del petróleo en manos de gobiernos que por más nacionalistas no dejan de ser capitalistas y el otro ordena la intervención del ejército a la menor provocación en una mala versión de la primera película hablada de Chaplin (gracias por recordárnoslo, maestro José Ramón), han implementado medidas que, para decir lo menos, son erráticas. Esto es así porque, además de ignorancia, a quienes nos desgobiernan les asiste el desprecio que anida en ésa misma lucha de clases que José Ramón Enríquez nos invita a no perder de vista en su nota más reciente: la fiebre porcina que amenaza a México, al igual que la aviaria y la malaria hacen en Europa, África y Asia, no sólo es, entre otros factores, resultado de mutaciones que en buena medida ha encontrado idóneo caldo de cultivo en una sociedad donde las leyes del mercado han debilitado al organismo social en aras de aumentar la producción; sino que también se ceba en quienes tienen menos... menos poder adquisitivo, menos calidad en servicios públicos en general y de salud en particular, menos acceso a una información seria e inteligente, menos articulación positiva entre los nodos de su red social.

Revertir eso implica poner en juego lo mejor de nosotras y nosotros mismos, como cuando los sismos en septiembre de 1985. ¿Los gobiernos? Bueno, ellos están más ocupados en parafrasear a Orwell cuando se distribuyen antivirales sólo para quienes viven en el centro del país sin disponer de medidas preventivas para el resto y recetan la aplicación de los medicamentos antes que a nadie a las y los levantadedos de ambos desgobiernos cuyas nalgas sudan en las curules del Congreso de la Unión mientras duermen y firman “sin leer” los paquetes legales que además de ceder nuestra soberanía alimentaria a empresas como Bachoco, Maseca, Pilgrim's Pride o la ya mentada Monsanto, tienen responsabilidad jurídica y política de cara a la epidemia que se avecina. Que nadie se extrañe cuando en San Lázaro, escrito con letras de oro, pueda leerse aquello de que “todos somos iguales, pero unos somos más iguales que otros”.

24 de enero de 2009

Bebida, racismo y literatura.


Publicado en La Jornada Morelos, en la sección Opinión, el 22 de enero de 2009.

Hace pocos meses que estoy en la ciudad de Mérida gracias a una invitación que pronto se volvió doble. Primero, la Escuela Superior de Artes de Yucatán, en especial la maestra Xhaíl Espadas, directora de Artes Escénicas, me brindó la oportunidad de impartir el módulo de actuación con especialidad en realismo que cursaría la generación de alumnas y alumnos más próxima a graduarse; después, José Ramón Enríquez, quien siendo mi maestro ahora me honra con su amistad, me convocó a ser parte del formidable equipo creativo que dio vida a su obra más reciente: Guerrero en mi estudio, de la cual escribí en mi anterior entrega.

Y, bueno, resulta que la muy otrora T’ho, sobre la cual Francisco de Montejo “El Mozo” fundara hace 467 años la hoy conocida Ciudad Blanca, no sólo se caracteriza por ser, con todo y sus cuerpos sin cabezas y sus cabezas sin cuerpos, exquisiteces propias de estas gerencias vueltas gobiernos, una de las urbes más tranquilas del país; sino, también, por “encarnar” una extraña combinación de racismo, y todos los desprecios y despojos que esto conlleva, con una vida cultural y artística tan rica y vasta que en tan sólo tres meses ha dado cabida a dos festivales atiborrados de espectáculos dancísticos, teatrales y musicales y a un congreso internacional de escritores.

Pienso, como botones de muestra, en dos situaciones; una de ellas surgida precisamente a raíz de que presentáramos Guerrero en mi estudio en el Festival de la Ciudad 2009, y la otra acontecida en el cierre del Congreso Internacional Bebida y Literatura, en el marco del mismo festival. Vamos al primer botón, donde la puesta en escena de José Ramón Enríquez fue recibida entre vítores y reconocimientos por las actuaciones, la dirección, la dramaturgia y los elementos creativos de la música y el video; pero criticada por ser demasiado reiterativa en cuanto a su discurso político: la “denuncia” de una sistemática negación del Otro, en este caso los pueblos indios, cuando resulta que ése Otro es parte consustancial del Nosotros que somos, lo mismo como Nación que como individuos, herederos de un mestizaje que, se insiste, ha sido más violento que amoroso.

He querido dejar entrecomillada la palabra “denuncia” porque Guerrero en mi estudio no me parece que sea tal cosa; al menos no que lo sea a la usanza del vilipendiado “teatro de protesta”, peyorativamente calificado de panfletario. Éste es un montaje y una obra que no parten de certezas, sino de reflejos distorsionados, cual esperpento, que son más bien preguntas; por supuesto, el autor y director tiene una posición muy clara, pero no la pone en la mesa como verdad única, sino para que juntas y juntos la pensemos. Así, por ejemplo, convocó una de las opiniones que más me han sorprendido: “no es verdad que exista dicha negación, la convivencia entre mayas y blancos es fraternal y civilizada, sin victimismos ni rencores”. Puede que sea verdad, puede que no. Yo, que casi todos los días he visto cómo la señora emperifollada con un terno finamente bordado o la vendedora de boletos de lotería vestida pobremente, ambas de piel rosada, empujan e insultan a las “mestizas” (apelativo que en el centro del país equivale al racista “marías”) que venden su artesanía en el centro, pienso que no.

Sin embargo, es el segundo botón el que me parece más indignante. Imagínese usted una sala plena a rebosar de hombres y mujeres pensantes que, por su oficio de escritoras y escritores, suelen ser, se supone, sensibles. Sienta cómo el aroma a café, entremezclado con el olor rancio de la alfombra, entra por su nariz unas veces con cierto toque a tabaco y otras en compañía del sudor etílico que despiden algunos cuerpos de los presentes. Quizás, su mirada llegue a cruzarse con la de Elena Poniatowska, pequeñita e incansable, o con la de Guillermo Samperio, soberbio en el mejor sentido de la palabra, como reza el estribillo de Sara Poot; pero no se detenga o se perderá de Myriam Moscona y Margo Glantz, ocupando sendas sillas en esta suerte de tablado para disponerse a cerrar con broche de oro la apología que aquí se ha hecho sobre las así bautizadas “aguas santas de la creación”.

Escuche cómo la una presenta a la otra, y como ésta, galopante en su “maratónico egocentrismo”, habla de unos sus criados, morenitos y patizambos, tzotziles para más señas, a quienes describe ladrones de su mejor whisky y, siempre según su narración, cogiendo sobre el tapete color marrón en el que su perra defeca sin que se noten las manchas parduzcas de sus excreciones. Pero, por sobre todo, escuche cómo el auditorio, pensante y sensible, no lo olvide, ríe a carcajadas y aplaude las “deliciosas ocurrencias” de la doctora Glantz.

Usted disculpará que ahora no rubrique mis humildes opiniones con alguna frase antilopezobradorista, como las más de las veces, o autocrítica para con el zapatismo, como las menos; pero creo que esta vez simplemente sobran. Además, las ganas de vomitar me lo impiden.

Salud.

8 de enero de 2009

Y peleó como maya entre los mayas.


Desleída entre los libros de historia y las leyendas que de boca en boca quizás aún puedan escucharse en los pueblos indígenas de aquestas tierras del Mayab, la vida y obra de Gonzalo Guerrero, el soldado ibérico que como escribiera José Emilio Pacheco “Renunció a España / Y peleó como maya entre los mayas” contra las tropas del emperador Carlos I (el mismo que 500 años más tarde diera nombre y rostro a uno de los chocolates más famosos de la Azteca, posteriormente comprada por la Nestlé), parece haber estado guardada en algún cajón de esos que el Poder dispone para cultivo de la desmemoria y el sálvese quien pueda que hoy por hoy ha sentado sus reales por lo menos en México.

Sin embargo, una vez cada tanto la historia del hombre blanco que se enamora de mujer indígena llega a ser retomada con la dialéctica humildad de quien se sabe distante de un mundo que le susurra al oído con voces ora irritadas, ora cordiales, casi siempre incomprensibles, pero vestidas con el compromiso moral de quien viene caminando desde siempre en los terrenos del Otro, y no con la arrogante mirada de quien reduce el encuentro de los que son diferentes a la anécdota amelcochonada de corte clasista tipo El planeta de los simios o a mero folclor maniqueo como la Pocahontas de Disney, es el caso de Guerrero en mi estudio, escrita y dirigida por José Ramón Enríquez.

Cómico de la legua por vocación y oficio, José Ramón se emparenta con Cervantes y convoca a su propio Cide Hamete Benengeli para que dé vida a uno su Alonso Quijano el Malo (Paco Marín), y en un juego de espejos cóncavos reflejar las imágenes de un país que se nos desmorona entre las manos ante la imposibilidad de mirarnos, como sueña Guerrero el Auténtico (Miguel Ángel Canto), “los unos en los ojos de los otros”, en medio de los gemidos que escucha Zazil Ha (Socorro Loeza) “mucho más abajo de los pensamientos y hasta de los sueños […] de quienes sienten vergüenza al verse en los espejos”.

Pero no sólo Valle-Inclán toma a José Ramón de la mano como Virgilio a Dante para guiarlo por el infierno o, mejor aún, como El Falso Guerrero (Pablo Herrero) hace con Alonso para llevarlo “al sitio marcado por él mismo”; Pirandello, en esos andares genealógicos que tanto gustan al autor de Supino rostro arriba, completa el reparto con una Psiquiatra (Analie Gómez) que bien puede ser la Beatriz de un cielo lleno de barbitúricos, ansiolíticos y antihistamínicos, sin saber que está en el teatro “y ahora mismo alguien la actúa sin saber por qué ni para qué hasta el último momento”, ése apenas en el que, para decirlo con Luis de Tavira, aquel que actúa la escena llega a ser aquel otro que no era para un instante después dejar de ser, cada vez; sino, incapacitada también para comprender que no hay fármaco que impida a “cinco siglos de insomnio, de cadáveres creciendo bajo nuestros pies, formar un tejido inmenso que tarde o temprano saldrá a la superficie rompiendo los cimientos de toda ciudad en que habitemos”.

No obstante, cabe advertir que Guerrero en mi estudio es una obra sin concesiones para con cualesquiera de las posiciones reduccionistas que saturan la mirada y la escucha en este 2009 que iniciamos cosechando crisis políticas, sociales, culturales y económicas sembradas de hace mucho. Si acaso, la única cortesía de José Ramón tiene por destinatario al anónimo espectador con quien está interesado en establecer de verdad un diálogo, a quien le abre su abarrocada criptografía ayudándole a descifrar, para decirlo con él mismo, su propio sistema de citas. Pero que no esperen lo mismo ni los paladines a ultranza de un supuesto posmodernismo que todo lo homogeniza censurando lo diverso, ni los nada autocríticos defensores de un mundo indígena al que se asoman haciendo de la solidaridad una práctica usurera.

Guerrero en mi estudio es un diálogo sin máscaras de un cómico que, como él mismo escribe, se avergüenza de la incoherencia fundamental (que en su caso, como se ve, no es tal) de ser mexicano y no poder soñar “nada de sus tierras”, con un país que por su parte se avergüenza con tan sólo pensar la posibilidad de un encuentro entre diferentes sin violencia; el diálogo pánico de un poeta que pareciera estar “nada más interesado en redactar decentemente su testamento” pero que, tras puntualizar que también “nada menos”, distorsiona la imagen que una sociedad y dentro suyo una clase social tiene de sí misma cual falsa heroína de los tiempos nuevos, tan sordos y amnésicos como los viejos tiempos, necesitados ambos de partir simple y sencillamente del principio; imagen que termina siendo, es verdad, un esperpento que no estaría del todo completo si no tuviera como escenografía visual y sonora la vertiginosa mirada de Jorge Carlos Cortazar y Laura Sánchez, en el video, y el aparentemente peripatético oído de Juan Luis de Pablo Enríquez, en la música.



Guerrero en mi estudio
,
escrita y dirigida por José Ramón Enríquez.
 Compañía Teatro Hacia el Margen, A.C. Viernes 9 de enero de 2009; dos funciones: 19 y 21 horas. Teatro Daniel Ayala. Calle 60 x 59 y 61, Centro. Mérida, Yuc.