25 de noviembre de 2013

25 de noviembre.

Entre los arbustos, aun con el riesgo de ser descubiertos por algún fisgón, una pareja, hombre y mujer, copulan o, como dicen otros, hacen el amor. Ella está con un hot pants debajo de las rodillas que dejan ver el rosa de sus nalgas e inclina su torso hacia delante, de modo que él puede, como de hecho así sucede, tomarla por la cintura, bajarse igualmente su pantalón (aunque sólo lo suficiente para sacar el pene) y penetrarla por detrás.

Otro hombre, de unos treinta años o más, mira desde no muy lejos la escena, aprovechando también los arbustos que todo lo llenan y las penumbras que ya comienzan a bañar el lugar a esas horas de la tarde-noche. No dice nada, nada tampoco hace que no sea mirar. Mira, por ejemplo, las figuras humanas que tan excitante espectáculo le brindan y, claro, también sus movimientos; mira las piernas semi desnudas de la chica (quien no pasa de los veinticinco abriles) e imagina que el falo del personaje masculino es el suyo (al fin parece de su misma edad).

Mira también que la chica lo mira, y recuerda las historias de la literatura chatarra que día con día consume, donde mujeres que tienen coito se saben observadas y disfrutan del acto del voyeur que las admira, sabiéndose deseadas. La mirada de la chica, en cambio, no parece tener excitación alguna; más bien, algo así como un miedo que él, el fisgón, no logra entender se destila acuchillándole las pupilas.

¿Y cómo podría entenderlo? Él no sabe la historia de esa chica. Ignora, por ejemplo, que a eso de los siete u ocho años un tío suyo, aprovechando una fiesta de año nuevo y el alcohol que a raudales corría por las gargantas enrojeciendo los ojos y obnubilando las mentes, la tomó por la fuerza llevándola al cuarto de baño ante la mirada compasiva de sus primas que ya sabían, por experiencia propia, lo que le sucedería.

Como tampoco sabe que tiempo después, a unos cuantos meses de que se le presentara en sociedad con ese vestidito apastelado que siempre soñó y que ahora le avergüenza, su “novio”, un hombre también mayor, quien por su parte estaba casado y tenía hijos, la forzó a tener sexo a bordo de la micro que conducía por las noches en las colonias más solitarias; luego la pasó a sus colegas de chamba y tropelías, quienes “se la rolaron” cuidándose de que sus señoras esposas nunca se enteraran.

El hombre que fisgonea no sabe nada de esto, ni le importa. En cambio, entiende porque el personaje masculino, además de penetrarla, se fuma un cigarrillo y acto seguido lo apaga en las nalgas de la chica sin que ella pueda hacer nada… Nada, más que mirarlo a él, que todo lo mira, con unos ojos como de quien dice: “por favor, haga algo”.

Esas mismas palabras, “por-favor-haga-algo”, resuenan desde hace años en la mente de la madre de la muchacha, tiempos en que ésta le contó lo del baño y lo de su tío, su hermano, y resuenan más cuando se recuerda a sí misma con el miembro de uno de sus primos, mucho mayor también que ella, entre las piernas, contra su voluntad. Nada hizo entonces.

Nada hará tampoco ahora que su hija se suma al estadístico de mujeres violentadas sexualmente en este país donde el feminicidio en Ciudad Juárez, Chiapas, Veracruz o el Estado de México es cosa de casi todos los días; en Aguascalientes, Colima, Nuevo León, Querétaro, San Luis Potosí, Tamaulipas, Guanajuato, Jalisco o Morelos se va convirtiendo parte del paisaje urbano y en Baja California, Quintana Roo o Yucatán aumenta soterradamente bajo el silencio cómplice de medios de comunicación y autoridades.

La muchacha se ha soltado y corre, arañándose y acomodándose como puede las ropas. Se ha dejado olvidado el bolso con dinero y ningún taxista, ahora que ha llegado a la avenida, quiere subirla. El personaje masculino se ha echado a correr también, pero en sentido contrario, no sin antes tomar el bolso. El otro, el fisgón, se ha esfumado.

En casa, la madre interrumpe su atención puesta en los comerciales que la bombardean con chicas que muestran sus cuerpos semidesnudos para vender coches y bebidas, a razón de las noticias que hablan de una abogada asesinada en su casa quién hace cuánto: llevaba los casos de mujeres acosadas en sus trabajos. Piensa en su hija, quien trabaja en una Superama, filial de la firma Wall-Mart (campeona mundial en denuncias por hostigamiento sexual). Aprovecha para ir a la cocina, mira el block de hojas del calendario y arranca la que está encima para tirarla, echa bolita, al cesto de la basura. Da gracias a Dios por el término de un día más, un día cualquiera; en el cesto el número 25 de la hojita del día apenas y se nota.