Entre los arbustos,
aun con el riesgo de ser descubiertos por algún fisgón, una pareja, hombre y
mujer, copulan o, como dicen otros, hacen el amor. Ella está con un hot pants debajo de las rodillas que
dejan ver el rosa de sus nalgas e inclina su torso hacia delante, de modo que
él puede, como de hecho así sucede, tomarla por la cintura, bajarse igualmente
su pantalón (aunque sólo lo suficiente para sacar el pene) y penetrarla por
detrás.
Otro hombre, de unos
treinta años o más, mira desde no muy lejos la escena, aprovechando también los
arbustos que todo lo llenan y las penumbras que ya comienzan a bañar el lugar a
esas horas de la tarde-noche. No dice nada, nada tampoco hace que no sea mirar.
Mira, por ejemplo, las figuras humanas que tan excitante espectáculo le brindan
y, claro, también sus movimientos; mira las piernas semi desnudas de la chica
(quien no pasa de los veinticinco abriles) e imagina que el falo del personaje
masculino es el suyo (al fin parece de su misma edad).
Mira también que la
chica lo mira, y recuerda las historias de la literatura chatarra que día con
día consume, donde mujeres que tienen coito se saben observadas y disfrutan del
acto del voyeur que las admira,
sabiéndose deseadas. La mirada de la chica, en cambio, no parece tener
excitación alguna; más bien, algo así como un miedo que él, el fisgón, no logra
entender se destila acuchillándole las pupilas.
¿Y cómo podría
entenderlo? Él no sabe la historia de esa chica. Ignora, por ejemplo, que a eso
de los siete u ocho años un tío suyo, aprovechando una fiesta de año nuevo y el
alcohol que a raudales corría por las gargantas enrojeciendo los ojos y
obnubilando las mentes, la tomó por la fuerza llevándola al cuarto de baño ante
la mirada compasiva de sus primas que ya sabían, por experiencia propia, lo que
le sucedería.
Como tampoco sabe que
tiempo después, a unos cuantos meses de que se le presentara en sociedad con
ese vestidito apastelado que siempre soñó y que ahora le avergüenza, su
“novio”, un hombre también mayor, quien por su parte estaba casado y tenía
hijos, la forzó a tener sexo a bordo de la micro que conducía por las noches en
las colonias más solitarias; luego la pasó a sus colegas de chamba y tropelías,
quienes “se la rolaron” cuidándose de que sus señoras esposas nunca se
enteraran.
El hombre que fisgonea
no sabe nada de esto, ni le importa. En cambio, entiende porque el personaje
masculino, además de penetrarla, se fuma un cigarrillo y acto seguido lo apaga
en las nalgas de la chica sin que ella pueda hacer nada… Nada, más que mirarlo
a él, que todo lo mira, con unos ojos como de quien dice: “por favor, haga
algo”.
Esas mismas palabras,
“por-favor-haga-algo”, resuenan desde hace años en la mente de la madre de la
muchacha, tiempos en que ésta le contó lo del baño y lo de su tío, su hermano,
y resuenan más cuando se recuerda a sí misma con el miembro de uno de sus
primos, mucho mayor también que ella, entre las piernas, contra su voluntad.
Nada hizo entonces.
Nada hará tampoco
ahora que su hija se suma al estadístico de mujeres violentadas sexualmente en
este país donde el feminicidio en Ciudad Juárez, Chiapas, Veracruz o el Estado de México es cosa de casi todos los días; en Aguascalientes, Colima, Nuevo León, Querétaro, San Luis Potosí, Tamaulipas, Guanajuato, Jalisco o Morelos se va convirtiendo parte del paisaje urbano y en Baja California,
Quintana Roo o Yucatán aumenta soterradamente bajo el silencio cómplice de medios de comunicación y autoridades.
La muchacha se ha
soltado y corre, arañándose y acomodándose como puede las ropas. Se ha dejado
olvidado el bolso con dinero y ningún taxista, ahora que ha llegado a la
avenida, quiere subirla. El personaje masculino se ha echado a correr también,
pero en sentido contrario, no sin antes tomar el bolso. El otro, el fisgón, se
ha esfumado.
En casa, la madre interrumpe su atención puesta en los
comerciales que la bombardean con chicas que muestran sus cuerpos semidesnudos
para vender coches y bebidas, a razón de las noticias que hablan de una abogada
asesinada en su casa quién hace cuánto: llevaba los casos de mujeres acosadas
en sus trabajos. Piensa en su hija, quien trabaja en una Superama, filial de la
firma Wall-Mart (campeona mundial en denuncias por hostigamiento sexual).
Aprovecha para ir a la cocina, mira el block
de hojas del calendario y arranca la que está encima para tirarla, echa bolita,
al cesto de la basura. Da gracias a Dios por el término de un día más, un día
cualquiera; en el cesto el número 25 de la hojita del día apenas y se nota.