A lo mejor te preguntes por qué elegí esta fecha para
intitular esta carta que te escribo y, sintiendo un poco de curiosidad, busques
“12 de enero” vía san Google; si es así, encontrarás el artículo de Wikipedia que reza eso del duodécimo día
del año en el calendario gregoriano, entre otras cosas; pero, lo que la autodenominada
“enciclopedia libre” no te dirá es que hace 20 años, precisamente un 12 de
enero, miles de hombres y mujeres salimos a las calles para exigir que se
detuviera la masacre que de suyo estaba significando la persecución contra
quienes con el nombre de Ejército Zapatista de Liberación Nacional le habían
declarado la guerra al entonces jefe del poder Ejecutivo federal, el priísta
Carlos Salinas de Gortari, y a las fuerzas armadas bajo su constitucional
comandancia general.
Decirte que la informe y multimentada sociedad civil
mexicana paró una guerra que según las estimaciones más conservadoras en menos
de dos semanas ya costaba poco más de un centenar de vidas quizás no te
signifique nada, sobre todo cuando 20 años después ves a tu país sumido en una
tragedia que habiéndose cobrado cientos de miles de vidas no parece detenerse;
pero tengo razones suficientes para afirmar que fue justo ése día, el 12 de enero
de 1994, que nuestra suave patria comenzó
a enfilarse hacia el rumbo que ha tomado y que lanzando la mirada de vuelta a
ese punto podría encontrar la clave para regresar sobre sus propios pasos.
México, hijo, lo sabe hasta don Perogrullo, es muchos méxicos; pero, desde aquél 12 de enero,
los méxicos que en México son pueden
agruparse sobre todo en dos tipos de méxicos:
el de los que tienen por ingredientes principales la represión, el despojo, la
burla y la explotación capitalistas de quienes despachan en las gerencias
general y departamentales que algunos todavía llaman gobiernos federal y estatales,
y el de quienes han apostado por la resistencia y la rebeldía organizadas para
tejer experiencias de libertad, justicia y democracia dignas.
Antes de la irrupción del EZLN, los méxicos que en México son, si bien tenían ambas opciones, parecían no
tener más alternativa que inclinarse hacia la primera. El llamado neozapatismo descorrió el maquillaje de
una nación que celebraba su entrada al llamado “primer mundo” luego de que el
virrey neoliberal que despachaba en Los Pinos había conseguido que olvidáramos
que iba desnudo y, entre otros trucos de magia y prestidigitación, decretado la
inexistencia de decenas de pueblos indígenas cuyos hombres y cuyas mujeres
sobrevivían y sobreviven en la más vergonzosa de las miserias.
En medio de la líquida promulgación del fin de la
historia, se escucharon fuerte y claro las voces y los pasos de quienes con
solidez gritaron un “¡Ya Basta!” que hizo de la posmoderna embriaguez del libre
mercado la cruda barroca de la modernidad capitalista salvaje; así que la
respuesta del virrey, reducido a lo que en verdad era: gerente del México, S.A.,
fue ordenar el envío de helicópteros y tanquetas que bombardearon y destruyeron
todo lo que pudieron a su paso. Por eso se hizo necesario, m’ijo, que
saliéramos a las calles y con aquello de “¡No están solos!” y eso otro de
“¡Chiapas no es cuartel, fuera ejército de él!” detuviéramos la primera
sangría.
Éramos gente buena y honesta que reconocimos que la
demanda del EZLN de un nuevo pacto nacional que incluyera a los pueblos
indígenas era justa; no obstante, al tiempo que le exigimos al gerente de la
política ficción nacional que parara la masacre, le demandamos al zapatismo que
apostara por la vía política y pacífica en vez de la vía armada. El salinato nos
respondió con la promesa de una serie de reformas que garantizarían dicho pacto,
el zapatismo asegurando que no dispararía una sola bala más; en consecuencia,
nosotras y nosotros dimos nuestra palabra de luchar por una democracia, una
libertad y una justicia dignas y verdaderas para los méxicos que en estas tierras somos.
Muchos han sido y serán los errores achacables al
zapatismo, hijo; pero en 20 años sus mujeres y sus hombres, que nos dieron
título de Señora Sociedad Civil, no han cejado en sus intentos de construir
experiencias organizativas que buscan garantizar no sólo una vida digna a sus propios
pueblos, sino a las y los mexicanos todos; en cambio, el salinato, que nos redujo
a asociaciones civiles asistencialistas, continuó con el desprecio, la
persecución, la amenaza, el secuestro, el asesinato, la desaparición y el robo
y no ceja en su intento de hacer pedazos al país todo.
El zapatismo cumplió a carta cabal su palabra y el
salinato no; pero, de algún modo, desde la llamada sociedad civil ya sabíamos
que eso ocurriría. Lo trágico de todo esto es que fuimos precisamente la
mayoría de esa sociedad civil la que tampoco cumplimos y, hoy, en lugar de
parar la guerra como lo hicimos el 12 de enero de hace 20 años, conforme hemos
ido traicionando la palabra que empeñamos es la guerra la que nos ha ido parando
a nosotras y a nosotros.