Ubicarse en el primer cuadro de la Mérida de Yucatán
puede significar colocarse en el cruce exacto de tres o cuatro mundos que
conviven mirándose de soslayo entre el rencor, el desprecio y una sui generis tolerancia.
Si se camina hacia el norte, la opulencia irá apareciendo
tras la belleza arquitectónica que rinde tributo a quienes sometieron a hierro
y fuego a los pueblos originarios de estas tierras o hicieron todo lo posible para
que su india pisada no percudiera la blancura de la ciudad durante la Guerra de
Castas.
Si se va hacia el sur, la miseria que carcome primero los
bolsillos y luego los cuerpos se asoma con impudicia tras las cantinas y las
calles cada vez más oscuras y menos pavimentadas, ricas en dignidades que el
trabajo multiplica endureciendo manos y miradas a contrapelo de traiciones bajo
la ley del sálvese-quien-pueda.
Hacia el oriente, si se atraviesa el parque de Santa
Lucía, se pasa frente al Teatro Pedrito de don Wilberth Herrera y se sigue
derecho, se puede llegar a la esquina de la casa pintada de rojo que en el nombre
no sólo ostenta su domicilio, sino su herencia histórica: La 68.
Allí, uno puede toparse con la gigantura de las mujeres
de Indignación, las entrañables «Costureras de Sueños» y sus Monólogos de la máquila o, gracias a las
lentes de Juan Carlos Rulfo y Carlos Hagerman, las familias de Los que se quedan. Y, también, cosas de
la pluralidad, con filmes como Hecho en
México.
El documental realizado por Duncan Bridgeman es de una
mixtura musical y de imágenes a veces deliciosa; una suerte de largometraje
turístico políticamente correcto que dice querer ser «una reflexión inspiradora
sobre lo que es la ‹mexicanidad› hoy en día»; pero, sobre todo, es una película
«bonita» que mira hacia los márgenes de manera melodramática y nacionalista.
En Hecho en México,
se muestra lo «bonito» que también puede ser éste país amenazado por el
narcotráfico y sus socios en los gobiernos de todos los colores y niveles; pero,
igual, se edulcoran y reducen la indignación y la resistencia que en estas
tierras se caminan en un pastiche que cierra los ojos para no ver las uñas
sucias de la miseria (Benedetti dixit)
y aleja la vista del saqueo y la ignorancia promovidos por quienes rescatan
centros históricos y producen películas “buena onda”.
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