11 de agosto de 2017

El teatro, un león de peluche con garras de tela.

Hace 27 años comencé mis andanzas en un oficio que muchas veces por molestar digo que no me gusta. Llego a esta casi treintena con mucha carga de trabajo, muchos proyectos; pero, como casi siempre, con los bolsillos vacíos. Llego queriendo que los días tengan más de 24 horas y que la energía que me mantenía despierto durante largas jornadas de trabajo en años atrás me vuelvan a la mente y al cuerpo. Llego con un sentimiento de agradecimiento, enorme, para con mi madre y mi padre, para con mi hijo y para con las mujeres, gigantas todas, que me han permitido caminar a su lado en algún tramo de sus vidas. Llego emocionado por la nueva etapa que depara al zapatismo. Y, finalmente, llego con un sentimiento de orfandad por el reciente fallecimiento del señor Eduardo del Río, el tal Rius.

Como a todos, creo, el teatro se me inoculó (sin albur) siendo, antes que nada, un espectador. La primera vez que vi una obra de teatro tendría unos 7 u 8 años de edad; se trataba de un espectáculo infantil producido por el Grupo Cultural Zero: De dulce, de chile y de manteca. Me recuerdo, primero, fascinado, encantado; después, triste o, más bien, decepcionado, porque al final de la función mi padre me llevó a los camerinos para descubrir que el león en la fábula de "El León y el ratón" era un actor. Poco ayudó que ése actor fuera mi tío Eduardo; yo quería que el león fuera, simplemente, un león; no un león de esos de verdad que hay en los zoológicos: me hubiera dado mucho miedo; no, un león de verdad con piel de peluche y garras de tela que sabía pararse en sus patas traseras y, para acabarla, hablaba español. Y, no es que yo no supiera que el león era en verdad un actor disfrazado de un león con piel de peluche y garras de tela; lo que yo quería era seguir pensando en la remota posibilidad de que quién quita y sí fuera un león con piel de peluche y garras de tela de verdad. De modo que el teatro, desde muy temprana edad no fue, como dice la banda, mi hit; lo mío, lo mío, eran los deportes, sobre todo el futbol. No obstante, muchos años después, cuando el teatro se me metió en la piel y en la palabra, mi primera meta profesional fue ser parte, precisamente, del Zero: el grupo de teatro ése donde unas veces chambeaba de actor un león con piel de peluche y garras de tela y otras veces mi tío hacía, entre otras muchas cosas, de león.

Estar en el Zero, ser parte del Zero (lo he dicho en otras ocasiones), era como mi prueba de fuego para saber si el teatro podría ser mi proyecto de vida: si podía vivir y sobrevivir a la experiencia del teatro popular e independiente de ser un zero (léase: nadar a contracorriente, sin ni uno sólo de los apoyos oficiales que hoy mendigamos muchos de quienes nos decimos "independientes", caminando hombro con hombro con pueblos indígenas en resistencia antes que el neozapatismo llamara la atención nacional e internacional hacia ellos, organizaciones precursoras de la defensa y promoción de los derechos humanos hoy tan en boga o partidos políticos pertenecientes a una izquierda entonces reciéntemente legalizada y constantemente reprimida; es decir: pasando hambre), significaría que podría hacer del teatro mi oficio, mi profesión, mi vida.

Claro que en ése estoicismo un tanto cuanto romántico no estribaba mi deseo de ser un zero; tampoco, cabe aclararlo, en el hecho de que uno de sus fundadores fuera Eduardo López Martínez, mi tío (con todo y que posteriormente se convirtiera en uno de mis maestros escénicos más significativos). Mi deseo por ser un zero radicaba en, habiendo caminado el oficio de Tespis, reconocerme heredero de un teatro que en México tiene uno de sus capítulos más importantes en el Grupo de Teatro y Poesía Coral "Mascarones", mismo que tiende sus ramas hacia el teatro chicano, al norte, y al teatro latinoamericano, al sur, y abreva de una línea genealógica que, por un lado, va de la carpa mexicana a la commedia dell'arte, pasando por la legua de los siglos de oro español, y, por otro lado, va de Seki Sano a Stanislavski, pasando por Meyerhold, y de Boal a Brecht, pasando por Dragún, Buenaventura o Del Cioppo.

El Grupo Cultural Zero se fundó en 1978, tres años después de que yo llegara al mundo, tras una escisión al interior de "Mascarones". Según lo tengo contado, en una suerte de microhistoria que como todas las microhistorias pasa muchas veces desapercibida en medio de los metadiscursos de la Historia con mayúscula inicial, trece de los entonces dieciséis zeros habían decidido que el discurso por democracia, libertad y justicia que el grupo capitaneado por Mariano Leyva ostentaba como bandera de dientes hacia afuera debía regir también la vida interna de la agrupación. Mariano, apoyado por su entonces pareja sentimental, Lourdes Pérez-Gay y ¿su primo? Fernando Leyva, conservó para sí el nombre y la historia de "Mascarones", incluyendo las regalías de la mayoría de sus productos: libros y discos, principalmente.

Las y los treces jóvenes, apoyados por Humberto Proaño, quien hasta entonces había sido algo así como el brazo derecho de Mariano en "Mascarones" después de haber sido colaborador de Seki Sano en el Seminario de Actores del Teatro de la Reforma, se vieron forzados a encontrar un nuevo nombre para su colectivo; uno que expresara tanto la idea de comenzar desde cero, como la de estar de vuelta: de no estar acabados. Una película franco argelina dirigida por Costa-Gravas: Z (1969), les dio la pauta; al final del filme, en el que se desmenuzan las prácticas represivas de gobiernos de derechas en Grecia, una enorme Z que alude al apellido del líder de izquierdas asesinado en la película aparece garabateada en alguna de las paredes; la Z, durante los regímenes militares en Grecia, era un símbolo prohibido porque significa "el espíritu de resistencia vive". Así nace el Zero.

Para la siguiente década, las y los zeros estaban, junto con las y los zumbones y zopilotes, entre las y los principales representantes del teatro popular e independiente en México; así lo pensaba al menos el investigador teatral Donald H. Frischmann, quien en la primavera de 1985 escribió en la revista especializada Latin American Theatre Review:
El Grupo Zero ha incursionado en una variedad de formas teatrales, destacándose entre ellas el teatro de revista carpero. En espectáculos de creación colectiva como La Carpa Zero y En la tierra del nopal, el grupo retoma esta tradición, dándole toques originales, como su muy hábil utilización de las máscaras y los disfraces, y a través de ella da su perspectiva acerca de personajes de la vida social del México actual; funcionarios y vedettes, 'pelados' y policías, amas de casa, figuras del hampa, vendedores ambulantes, artistas, ricos y pobres figuran en cuadros cuya comicidad frecuentemente responde a un humor negro y que ofrece la risa como válvula de escape frente a situaciones aparentemente insuperables, a la vez que provoca la reflexión crítica. Problemas sociales y políticos como la represión y la desaparición de ciudadanos, el subempleo, la prostitución de la democracia y de toda la maquinaria de poder en México, el charrismo sindical y la institución de la 'mordida' son examinados crítica y humorísticamente por el Grupo Zero. No sorprende, pues, que por su ingenio y por sus grandes cualidades humanas este grupo se haya colocado a la vanguardia del nuevo teatro popular e independiente de México.
Yo tenía entonces apenas 10 años de edad y mi formación política iba de la mano de las lecturas que me acercaba mi padre, entre las que destacaban los monos de Rius, ora en Los Supermachos y Los Agachados, ora en sus libros ABChé, Cuba para principiantes, Mao en su tinta o La panza es primero, y de las historias de mi madre en el Chiapas de su infancia y adolescencia donde pervivían prácticas como el derecho de pernada y otras lindezas de ese cacicazgo muy medieval que aún tenemos en el México del Siglo 21.

Tres años más tarde, en aquél 1988 axial que me enseñó que al capitalismo mexicano no se le arrebataría el poder nunca mediante las urnas, los entonces integrantes del Grupo Cultural Zero participarían en el XIV Festival Internacional de Teatro Chicano Latino del TENAZ (Teatro Nacional de Aztlán); no era la primera vez que lo hacían, como integrantes de "Mascarones" no sólo se contaban entre sus fundadores: el nombre mismo de TENAZ fue idea de Mariano Leyva, en 1971, sino que ya habían sido sus organizadores: en 1974, todavía siendo miembros de "Mascarones" y como integrantes de una CLETA que después, al más puro estilo estalinista, los expulsaría, co-organizaron el V Festival del TENAZ y I Encuentro de Teatro Latinoamericano, en la Ciudad de México, y dos años antes, en 1986 organizaron el XIII Festival del TENAZ, en donde homenajearon a su querido y emblemático Humberto Proaño, en Cuernavaca, Morelos.

En aquél XIV Festival del TENAZ, el de 1988, las y los entonces zeros presentaron Como burro sin mecate, una farsa basada en los monos del Maese Rius. Ahora, hace unos días, Arturo Torres Romero, mejor conocido como El Churro, hermano mayor de tablas y otras andanzas que ahora no viene al caso platicar, recordaba que Como burro sin mecate había sido el modo en como el Zero participó en uno homenaje que se le hizo al doctor Rius Frius junto con un titipuchal de banda:
Fueron varios días de exposición y temporadita de teatro en el Jardín Borda, pero en la inauguración, Rius nos la cambió, palabras más, palabras menos, nos dijo en el micrófono: "Éste 'ojo-meneado', perdón, homenajeado; quiere decir que aquí está presente el mejor caricaturista de México y me atrevo a afirmar que es el mejor dibujante y monero del mundo". Entonces, el maestro Rius señaló a alguien que se puso rojo por la vergüenza: el maestro Rogelio Naranjo. Así se las gastaba el humilde maestro Eduardo del Río, Rius.
En la Latin American Theatre Review, Frischmann mencionaría la participación de las y los zeros en el XIV TENAZ:
Como burro sin mecate, del Grupo Cultural Zero, fue uno de los actos más aplaudidos del Festival TENAZ. Esta comedia de enredos, basada en un cuento del caricaturista Rius, aprovechó con sabor genuino elementos de teatro popular netamente mexicano como el esquech de carpa y el espectáculo callejero de merolico, junto con el uso original de máscaras parciales (...) La crítica mordaz contra el sistema político mexicano, particularmente el PRI y el PAN, culmina en la última escena donde el político omnipotente pisa la espalda doblegada de su guardián, se tira un puñado de confeti sobre su propia cabeza y declara: "¿Desde cuándo se necesitan votos en este país para ganar elecciones?" El Zero ha alcanzado un excelente nivel en los géneros populares mexicanos y sus miembros deben ser reconocidos como dignos representantes de esta rica tradición. La adaptación de la historia, la escenografía y las máscaras fueron realizadas por Eduardo López Martínez, y la dirección fue colectiva. Los demás integrantes del Zero eran Arturo Torres Romero, Fernando Hernández Silva, Silvia Pérez Gándara y Berta Alicia Macias Lara.
Yo tenía 13 años de edad y, junto con mi hermano Nicolás, el verdadero devorador del tal Rius en la familia, acompañaba a mi padre en las manifestaciones que inundaban de gente las calles de la Ciudad de México con consignas como: "¡20 millones, ja, ja, ja!", en sorna por la cifra de votos que el PRI dijo que obtendría con la candidatura de Carlos Salinas de Gortari, o: "¡Paloma Cordero, tu esposo es un culero!", como expresión de alta literatura popular para señalar al presidente de la República como principal responsable del fraude electoral contra Cuauhtémoc Cárdenas... pero, teatro, nada; sólo como espectador: recuerdo con mucho placer las dos veces, una con mi padre y otra con mi madre, que entré a ver Los dos hermanos, de Felipe Santander, en el Teatro Legaria del IMSS, y una función de Las calaveras de Posada, con un "Mascarones" que parecía haber renunciado a renovarse después de la salida de las y los zeros, en la Alameda Central de la Ciudad de México.

Llegó, sin embargo, el tiempo en que me contagié de teatro por completo. Yo, claro, aún no lo sabía; aunque ya acusaba los primeros síntomas porque a la experiencia de teatro amateur con el Grupo de Teatro "Compañeros", capitaneado por el incansable maestro Benjamín Gómez Jiménez, en la escuela preparatoria donde yo estudiaba, buscaba sumarle la experiencia de otro teatro... otra forma de hacer teatro. No sabía bien a bien cuál, ni cómo llamarle a ésa otra forma, a ése otro teatro; en "Compañeros" se me había inoculado el virus dionisíaco con cariño, pero algo me decía que eso no era suficiente. La víspera del Año Nuevo 1991... o 1992... no lo recuerdo bien... le pregunté a Eduardo, mi tío, si al terminar la prepa me aceptarían en el Zero. Me dijo, palabras más, palabras menos: Primero termina la escuela y luego platicamos; el teatro que tú haces es un teatro muy diferente al que nosotros hacemos... —Sí, lo sé... o lo imagino... es un teatro más, digamos, político, ¿no? —Pues, sí; pero, más que político, es un teatro que exige estar allí con él de tiempo completo; para ti, el teatro ahora es sólo un pasatiempo, un tallercito de tu escuela; cuando termines la prepa y veas si el teatro es tu vocación, platicamos, porque ya estamos un poco cansados de estar formando a gente que luego deja el grupo y se dedica a otras cosas, menos al teatro.

El Zero, entonces, estaba conformado ya sólo por Berta Alicia y El Churro; con Berta Alicia me vinculaba, más que como colega, como pareja sentimental de Eduardo: era mi tía; con El Churro, el vínculo profesional era nulo: él ni siquiera sabía que yo hacía teatro. Ése Zero todavía hizo de las suyas en el TENAZ de ése 1992, con Cada quien... que le ponga... como quiera, un espectáculo en el que pusieron sobre las tablas su pensar y su sentir sobre los 400 años del, ora "Encuentro de dos mundos", ora "Descubrimiento de América", ora "Invasión española". Yo, por entonces, estaba más enfrascado en la toma de las instalaciones de la preparatoria donde estudiaba, la Preparatoria Federal por Cooperación "Calmecac", mejor conocida como Prefema: era presidente del Consejo Estudiantil. El Rius de La Trukulenta Historia del Kapitalismo se había vuelto el Rius con el que yo más dialogaba y campechaneaba su lectura con la de Los conceptos elementales del materialismo histórico de Marta Harnecker; eso sí, no dejaba de hacer teatro: a las manifestaciones que exigían la renuncia de la mesa directiva de la Sociedad de Padres de Familia por fraude y robo a mis maestras y maestros, les sumaba los ensayos tanto en "Compañeros" como en la Casa de la Cultura y, después, en el Centro de Formación Teatral "Mayrán".

Llegó 1994, mis primeras andanzas en el zapatismo civil me llevaron a tierras neozapatistas, primero, y zapatistas, después; es decir, a Chiapas y a Morelos, respectivamente. En marzo de ése año, ElChurro ya no estaba en el Zero, así que sólo quedaban en la agrupación, o en lo que quedaba de ella, Berta Alicia y Eduardo, y ya, inclusive, Berta Alicia estaba haciendo sus maletas para salirse... las razones, según entiendo, sobraban. Tras el naufragio de la Convención Nacional Democrática, convocada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en su Segunda Declaración de la Selva Lacandona, se volvió urgente que yo abandonara Torreón: había sido integrante de la presidencia colectiva de la CND en co-representación por Coahuila y la vigilancia gubernamental sobre mi persona estaba poniendo en peligro a mi familia. Chiapas y Morelos se abrían como una posibilidad y, también, como una disyuntiva: la clandestinidad neozapatista, donde quizás más tarde podría hacer teatro o, como dicen las y los compas, "la seña", o el teatro, donde, al hacerlo con el Zero, podría tender puentes con la única militancia política que me importa: el neozapatismo.

El día que llegué a Cuernavaca, Berta Alicia y Eduardo estaban ensayando algo llamado Sancochado callejero en el otrora CED, el Centro de Encuentros y Diálogos. Sancochado callejero era una versión reducida a tres actores y/u/o actrices de Como burro sin mecate, el espectáculo aquél basado en los monos de Rius. Ya me esperaban. Una noche, una semana antes, le había hablado por teléfono a Eduardo para decirle: —¿Te acuerdas que un día, hace tiempo, me dijiste que primero terminara la escuela y luego hablábamos de irme a Cuernavaca para ser parte del Zero?; pues, ya terminé, y estoy listo para irme en cualquier momento. Años después sabría que Eduardo no sólo nunca había esperado que yo fuera parte del Zero; sino que tampoco deseaba que ésa vez lo fuera. Aún así, me abrió las puertas de su casa, de su vida... o parte de ella... y, lo que para mí fue lo más importante, del mismo Zero.

Es verdad, el Zero que conocí, el que me llevó a conocer también a Rius, cotorrear con él en alguna tienda departamental mientras escogíamos unas naranjas, actuar para él sus propios personajes (yo hacía del Cambujo, personaje que al más puro estilo de la carpa mexicana, de la commedia dell'arte y de la legua española aurisecular, heredé creo de El Churro por ausencia, quien lo heredó de El Fantasma) en el modesto homenaje que le hizo Benjamín González en el Centro Cultural Universitario de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos por sus 40 años de monero y hasta sentarme junto a él en la, como él mismo dijo, surrealista presentación de su libro El diablo se llama Trostky por invitación de mis camaradas maestros del Partido Revolucionarios de las y los Trabajadores (PRT) / Convergencia Socialista y la Comisión Indepéndiente de Derechos Humanos de Morelos; el Zero que conocí, decía, quizás sólo era una pálida sombra de aquél Zero que trece hombres y mujeres, jóvenes todas y todos, habían fundado en un amoroso gesto de congruencia teatral y política el 1 de junio de 1978; quizás lo era también del Zero que aún con mucha calidad y dignidad sostenían sobre sus hombros Berta Alicia, Arturo y Eduardo hasta vísperas del neozapatismo; pero, el Zero que me tocó, con todo y sus escombros, fue para mí una de las experiencias escénicas más significativas de mi vida.

Ése Zero está nutrido del regalo de haber conocido y trabajado con Eduardo y Berta Alicia; de haber encarnado a personajes nacidos o visitantes de las plumas de Enrique Ballesté, Rius o Juan Rulfo; de ser el ejemplo de un sueño que soñé con mis carnalitas y carnalitos de Mitote y Teketke, en Cultura Joven; de ser el puente con las y los compas de esos pueblos nahuas que me abrieron sus puertas porque caminaba de la mano y las enseñanzas de Juliana y José; de ser el impulso para escribir en el proyecto editorial que fue La Jornada Morelos que vi de cerquita nacer y vi de lejos morir a manos del graquismo (¡oh, la izquierda moderna, tan modernamente parecida a la más rancia y vieja de las derechas!); de ser, literal, la casa que fue el hogar que lo fue, por un tiempo, de mi hijo: mi adoración más grande.

¿Qué más se puede esperar de mí, de mis modos y mis formas belicosas, groseras, irreverentes y poco demagógicas, si para mí el Zero que me tocó, contagiado de ése Rius que decía que le había vendido su alma al diablo para dibujar tantos pinches monos, me marcó de un modo tan determinante como la fascinación aquella de pensar en la verdad que existe en un león con piel de peluche y garras de tela?

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