3 de junio de 2008

Colorín tricolorado...



















En un lugar de la mancha, frente al pelotón de fusilamiento… de libros, cierto cómico-laudero que por las noches se convertía en vampiro negro contaba la historia de una cucaracha que una mañana despertó convertida en un asqueroso y repugnante ser humano; pero, como buena ex-cucaracha, sentía una fuerte aversión por los bichos esos que suelen hacer de la inmundicia su hábitat natural: la clase política de su país.
Bueno, ella le llamaba “su país”; en verdad no era sino una granja… aunque no cualquier granja: la suya era una granja famosa. Mientras al sur de la comarca se había extendido una larga noche de dictaduras militares, en su tierra serían los colegas de estos mismos quienes pondrían la piedra de toque para la instauración de una dictablanda que duraría más de 70 años, hasta convertirse en una Granja Modelo, o Corona, o Victoria; daba igual, el caso es que estuviera comprometida hasta el tuétano con los vecinos del Norte.
Tal fue la fama que alcanzó su granja que muchas personalidades llegaban a ella exiliándose por la persecución que padecían en sus propias granjas, como el viejo Snowball, quien había llegado por invitación del sapo comeniños y la cervatillo cejas de golondrina; asesinado finalmente por los agentes del único cerdo de raza Berkshire que vivía en la Granja Manor: el sanguinario Napoleón.
Pero la fama de aquesta granja fue todavía más grande por otra cosa: sus funcionarios electorales, avezados como el que más en las ínclitas prácticas del ratón loco, el carrusel, las casillas zapato, las urnas embarazadas, los tortibonos, las oficinas en los panteones, el voto del miedo, los algoritmos mágicos, el padrón gillette y demás maravillas de la democracia autóctona, fueron invitados por la granja más divinamente justiciera de los alrededores para predicar con su ejemplo en las granjas del Cercano Oriente.
Eso sí, como la granja de la ex-cucaracha tenía un nombre más o menos largo que casi nadie usaba y que se parecía mucho al de su vecina del Norte, poco a poco fue conocida como Granja “El Esperpento”. Y es que allí casi todo era un continuo especular cóncavo, empezando por el capital financiero (podían incluso desaparecer de la noche a la mañana los excedentes por petróleo). Sin embargo, la muestra más fehaciente de ello (más que lo del petróleo) habían sido sus últimas elecciones; pues aquella su granja era tan, pero tan democrática, que no se conformaron con tener uno, ni dos, sino tres cochi… digo, presidentes.
El primero de ellos hasta tenía su canción: Uno soñaba que en el PAN / en una hunter iba a escapar / más de repente al “gobernar” / se quedó con el cambio y no pudo callar. Se dio a conocer cuando, creyéndose muy zorro, quiso vengarse de su rival, un pejelagarto que le hizo sombra al amor de su vida: un inofensivo animalito de la especie de los mustélidos, quien se había encariñado con una modesta covachita que su zorro había mandado construir al pie de unos Pinos.
Por si fuera poco, el pejelagarto aquél lo había llamado chachalaca. Eran los días en que éste lepisosteus, más que un pez fósil, es decir: primo hermano de dinosaurios, se sentía tan gallo como para asegurar que no le quitarían una sola pluma. No era para menos, tenía como amigos al entonces animal más rico de los alrededores (y no nos referimos a su sabor) y a cierto cardinalidae harto-avispa-primate de la granja, enemigo de las sociedades de convivencia y la legalización del aborto.
“Esto no se queda así” –pensó el zorro, celoso de que el pejelagarto le estuviera quitando hasta a sus amigos. Cerró, pues, el libro que estaba leyendo: la última novela de la escritora Sara Mago, y se dio a la tarea de arruinarle el sueño al pejelagarto de colgar sus calzones con lo amarillo por dentro en Palacio. Fue así como encontró, en mitad de un pic-nic con papas sabritas y pan bimbo por todos lados (las cocas, líquida y en polvo, las habían llevado el mismo zorro y la coyota) a alguien a quien igual se le antojaba el asunto ése de poner su tendedero de chones, porque los tenía muy azules, en el despacho del güeytlatoani; es decir, el zorro.
Para ello, casose desde luego con una malvada bruja, célebre porque ni en los saltos de jongitud se quitaba sus zapatos rojos de tacón que tanto le gustaban. Maestra de maestras, sería ella quien le enseñaría cómo hablar con los mapaches para que, como en los buenos tiempos (porque todo tiempo pasado fue mejor), las cosas salieran a pedir de boca.
Ni siquiera su viejo amigo, un velociraptos que gusta de disfrazarse de liebre para ganar maratones en el extranjero, pudo impedir que la ahora también socia del romero, de la familia de los deschamps, una planta que seguramente tiene muchas propiedades, dirigiera la orquesta de los aristógatos; llamados así porque no son sino personajes que se han enriquecido como aristócratas gracias a las políticas privatizadoras de los regímenes dinosauricos del priclásico tardío y porque bailan al son que les marca el chasquear de dedos de su principal mentor: un chupacabras que padeciendo Complejo de Esopo gusta de escribir fábulas de políticaficción.

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