19 de junio de 2008

VILLA, 130 AÑOS :: Sobre la biografía narrativa de Paco Ignacio Taibo II.*





Hay libros que escribir sobre ellos resulta demasiado fácil porque el autor ha dejado tantos cabos sueltos que la tierra donde sembraremos las palabras nuestras será sin duda, por virgen, fértil. Pancho Villa. Una biografía narrativa, escrito por Paco Ignacio Taibo II, no es uno de esos.
Coreuta de su tiempo, en 72 capítulos Taibo II teje y desteje un rosario de historias escritas y habladas a muchas voces muchas veces, sobre un hombre común y corriente pero cuya singularidad no deja de asombrarnos. Un hombre que, como nos cuenta el mismo Taibo II, “apenas sabía leer y escribir, pero cuando fue gobernador del estado de Chihuahua fundó en un mes 50 escuelas […] con fama de beodo que sin embargo apenas probó el alcohol en toda su vida […] que a partir del robo organizado de vacas creó la más espectacular red de contrabando al servicio de una revolución […] que en 1916 propuso la pena de muerte para los que cometieran fraudes electorales […] del que se dice que sus métodos de lucha fueron estudiados por Rommel, Mao Tse Tung y el subcomandante Marcos […] al que odiaban tanto, que para matarlo le dispararon 150 balazos al coche en que viajaba; al que tres años después de asesinarlo le robaron la cabeza, y que ha logrado engañar a sus perseguidores hasta después de muerto”.
Historias todas ellas con las que el autor, el narrador, el contador de cuentos, el heredero de los mentideros, unas veces coincidirá y otras diferirá, unas veces dará datos vagos, o no los dará (porque no cuenta con ellos), y otras nos atiborrará de una vasta variedad de versiones las más de ella contradictorias y al mismo tiempo fascinantes. Paseo, no demasiado largo, a pesar de sus 854 páginas, sin contar la Bibliografía, a través de la admiración, la repulsión, la fascinación, el miedo, el amor, el odio, Pancho Villa... no será una ruta guía, una lección transparente, un manual para corregir el presente; porque Taibo II no sólo se ha propuesto “contar y no juzgar”, sino que se ha obligado a huir de la tentación de “masticar, ordenar y manipular la información para cuadrarla a una hipótesis” y, sobre todo, dice, de censurar. Más aún, con la advertencia lanza una invitación cual instrucción de vuelo o mapa para las andanzas, nunca como salvavidas: “Partamos del supuesto de que Pancho Villa no se merece una versión edulcorada de sí mismo, ni se la merece el que escribe después de haberle dedicado cuatro años de su vida y no se la merecen desde luego los lectores”.
Así, esta biografía narrativa comenzará a meter al lector en la dinámica maravillosamente enloquecedora de hurgar y armar la historia de vida del general en jefe de la División del Norte, inclusive desde la portada, diseñada por Ana Paula Dávila, y las citas que sirvieron de epígrafes al inicio del libro. Y es que la fotografía que suponemos ha escogido Paco Ignacio para la primera de forros y que aparece de nuevo en las Notas del primer capítulo no lleva crédito de quien la tomó, cosa extraña en este narrador que casi compulsivamente ha dado cuenta de biógrafos y fotógrafos de quienes va de la mano por el bendito infierno de la recreación histórica.
De modo que inmediatamente nos contagia no sólo de su espíritu como historiador, sino también de las inclinaciones detectivescas del Héctor Belascoarán, al grado de plantearnos dos tesis extremas, una más jalada de los pelos que la otra: o bien, que la foto de portada no existió en verdad y que es un fotomontaje realizado por la misma Ana Paula para mostrar una suerte de Pancho contradictorio, con traje y sombrero, al mismo tiempo urbano y rural, pero curiosamente con algo que parece un libro entre las manos, objeto que en el lugar común de imágenes villistas uno supondría sustituido por un mauser; o la foto es aquella que el mismo Taibo II apenas menciona en el capítulo “Pancho gobernador”, y que siendo autoría del estadounidense Otis Aultman, consigna con una frase que de suyo antoja: “el retrato más amable que se le ha hecho”.
Luego están las frases que más que epígrafes parecen estar dando cuenta de una conversación entre sus decidores. Para empezar, las dos citas del biógrafo que quizás estuvo más cerca de retratar la esencia de Villa, Ramón Puente, son un mazazo: “Por un breve tiempo, también los bandidos tienen su reino, su justicia, su ley”, y: “No lo entienden. Harán de él caricaturas, semblanzas de un detalle o de un aspecto de su persona; fabricarán con él leyendas y novelas”. A lo que el mismo Pancho responde: “Amigo, la historia de mi vida se tendrá que contar de distintas maneras”.
Ambas locuciones, vienen a significarse entonces un guiño de bienvenida que parece decirle al lector: déjate llevar por las historias que aquí se cuentan, zambúllete entre las palabras pacientemente engarzadas por este narrador y date permiso de poner en duda todo lo que hasta ahora sabías de Pancho Villa. Porque sólo así disfrutarás de este paseo centenario que tiene como punto de partida el 5 de junio de 1878, fecha de su nacimiento, y como punto de llegada, o casi, el 18 de noviembre de 1976, día en que se pretendió exhumar los descabezados restos de Pancho para ser llevados supuestamente al Monumento a la Revolución en la ciudad de México, en medio de una historia que parece dar cuenta de su última fuga, la más duradera, del sistema que lo persiguió, despreció, utilizó cuando pudo y, ya muerto, regateó su reconocimiento como uno de los personajes más representativos, junto con Emiliano Zapata, de la revolución agraria de 1910-1920.
Y, tras ésta bienvenida, Paco y Pancho se toman, no de la mano, sino de las palabras, propias y de otros, para hablarle al ama de casa y preguntarle, como Villa a Luz Corral, si fusila o no a tres traidores que quisieron volar la vía del ferrocarril, tras una conversación con John Reed sobre socialismo y voto femenino; al estudiante de secundaria o bachiller e invitarlo a descubrir los mil y un rostros de Doroteo jugando naipes bajo un árbol a los catorce o disparándole al patrón que quiso abusar de su hermana Martina dos años después; al obrero de a pie o al campesino condenado a desaparecer en estos tiempos de neoliberalismo y susurrarles al oído que Pancho casado o arrejuntado con por lo menos 29 mujeres, llorando ante un pelotón que estuvo a punto de fusilarlo sin cargos ni consejo de guerra, intentando leer Los tres mosqueteros en la prisión militar de Tlatelolco o peleando mano a mano con toros de cuernos achatados es más parecido a ellos que lo que ellos mismos creen.
Porque Pancho Villa. Una biografía narrativa es un libro que le hará al lector no saber si querrá darle un abrazo al protagonista cuando propone en la Convención de Aguascalientes que él y Carranza sean fusilados para que acabe la pugna entrambos o una bofetada con el dorso de la mano cuando justifica (quizás porque él mismo lo ordena) el asesinato de David G. Berlanga a manos de Rodolfo Fierro. Un libro en el que dan ganas de reír con Pancho sentado en una Silla del Águila apócrifa junto a Zapata en la cima más alta de la Revolución Mexicana y, al mismo tiempo, pelearse contra él cuando pese a todas las pruebas de que Madero sólo es un curro que nada más piensa en los intereses de su clase, él, Francisco Villa, seguirá siendo maderista hasta la muerte.
Imposible será también para el lector que a lo largo de más de 700 páginas ha visto morir uno a uno los hombres que acompañaron a Villa a lo largo de su vida no arremangarse la camisa, subirse el dobladillo del vestido o ponerse unos pantalones de mezclilla para levantar junto con Pancho el proyecto social que hará de Canutillo, con todo y su Escuela “Felipe Ángeles”; mientras él mismo se define, como escribe Paco Ignacio, frente al socialismo y frente a la iglesia: “los líderes del bolchevismo persiguen una igualdad de clases imposible de lograr. La igualdad no existe, ni puede existir. Es mentira que todos podamos ser iguales; hay que darle a cada quien el lugar que le corresponde […] Es justo que todos aspiremos a ser más, pero también que todos nos hagamos valer por nuestros hechos […] Yo no soy católico, ni protestante, ni ateo. Soy librepensador […] Un cura es un hombre de negocios como cualquier otro […] Yo sería de aquella religión que no me hiciera tonto.”
Si el lector ha llegado hasta aquí difícilmente se detendrá. No sólo porque ya le falta mucho menos de cuando comenzó, sino porque a estas alturas habrá aceptado a Pancho con todas sus contradicciones y lo sentirá como un padre, un hermano o un amigo a través de la pluma de Taibo II. Es entonces cuando le dolerá acercarse al final harto conocido rebasando apenas las 800 páginas y ser testigo del entramado que Obregón, Calles y Amaro le tenían preparado la mañana del 20 de julio de 1923 por conducto de unos cuantos hombres cuya mediocridad no daría para más acto trascendente que asesinarlo; claro, con el beneplácito y la abierta complicidad de la oligarquía de Chihuahua, que así se cobraba aquél decreto de confiscación de bienes emitido por Villa cuando fue gobernador.
Como hiciera en su Ernesto Guevara, también conocido como El Che, Paco Ignacio Taibo II se despedirá del lector dando cuenta de la maldición que persiguió a quienes estuvieron directamente involucrados, primero, con el asesinato de Pancho y, luego, con el robo de su cabeza tras cortarlo del cuerpo que yacía en la tumba 632 de la novena sección del cementerio de Parral: al menos dos de los asesinos morirán en medio de tiroteos, uno acribillado y otro de dos tiros en la cabeza, y de los profanadores uno moriría de gangrena, otro simplemente desaparecería, otros dos serían asesinados al parecer por órdenes del entonces coronel Francisco Durazo Ruiz, el cuarto quedaría muerto en una pelea tras un juego de baraja, el quinto fallecería acuchillado, el sexto perdería la vida por alcohólico, y los últimos dos quedarían, muerto en circunstancias extrañas, el uno, y ejecutado luego de un arresto, el otro.
Reservamos para el lector la última fuga de Pancho, contada por Paco Ignacio antes de dejarnos un último guiño en medio del titipuchal de puertas que ha dejado entreabiertas para que Elías Contreras continúe la chamba de investigador que iniciara Belascoarán Shayne: la portada de Rayo y azote de Muñoz y Puente, editado por La Prensa en 1955. Mientras tanto, Patrick Rambaud asegura que “la historia no es una ciencia exacta, divaga, hay que dejársela a los soñadores, que la recomponen por instinto”; porque “al hombre –agregaría Óscar Liera- siempre le han gustado los cuentos”.


El pasado 5 de junio Francisco Villa cumplió 130 años de haber nacido, habíamos guardado éste material para publicarlo entonces pero por diversas situaciones olvidamos hacerlo; aquí lo tienen antes que pase más tiempo

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