1 de mayo de 2010

Feliz día del niño, hijo: entre el miedo y algo de mierda.


Debido a una mala costumbre adquirida con nuestra llegada a Mérida, la de Yucatán, la víspera del 30 de abril, como casi todas las otras noches desde que vivimos en la capital del estadísticamente estado más seguro del país, mi hijo y yo nos alargamos hasta casi entrada la media noche cenando en un conocido café ubicado frente a la glorieta que anuncia el final o el comienzo (nunca he entendido bien a bien cuál) del Paseo  Montejo.

Como es también nuestra costumbre, confiados, porque en efecto las calles de la así llamada Ciudad Blanca despiden un halo de tranquilidad que ni en sueños se percibe en casi todo el resto del país; confiados, decía, de que estamos seguros y podemos estar relajados, yo me hundí en el ordenador siguiendo vía twitter las noticias sobre el rescate de Érika Ramírez y David Cilia, reporteros de la revista Contralínea, mientras Adis retornaba a su mundo entorno del árbol que se erige orgulloso en la esquina de la 47 con el remate del Paseo Montejo, donde suele parapetarse para sorprender a José Ramón cuando acude a cenar con nosotros.

Es mi costumbre (ésa sí, buena costumbre) no soltarle la vista demasiado para saber siempre dónde y qué está haciendo; así que cuando una patrulla de la policía estatal se detuvo donde él estaba jugando y se bajó uno de los dos oficiales que iban en ella para decirle algo, los malos pensamientos acudieron a mi mente trayendo a la memoria aquellas discusiones con militares en improvisados retenes al norte de Cuernavaca, en Morelos, sobre supuestas “revisiones de rutina” y seguras violaciones a garantías individuales hace más de diez años.

No obstante, el niño se apartó de los oficiales y por un momento pensé que mi paranoia había dado de sí como en otras ocasiones y que seguramente le preguntaron algo sin importancia. Regresé la mirada a la pantalla del ordenador para ver si había algo nuevo sobre lo que ocurre en Oaxaca y volví la mirada a Adis para saber dónde estaba; en ése bajar y subir la mirada, el niño había llegado hasta la mesa que ocupábamos para decirme que el policía quería hablar conmigo. ¿De qué?, pregunté; De mi pistola de juguete.

No fue necesario que Adis me dijera mucho más. Le pedí que no me siguiera, sino que aguardara sentado a la mesa mientras yo hablaba con el agente y me encaminé al lugar donde estaba estacionada la patrulla aún con el motor en marcha y las luces sobre el toldo girando encendidas.

–¿Qué sucede, oficial?
–Buenas noches, caballero –dijo el hombrecito de uniforme tendiéndome la mano en gesto amable.

Devolví el gesto alcanzando su mano con la mía y repetí la pregunta: ¿Qué sucede? Y resulta, que lo que sucedía era que Adis, con su pistola de juguete, con la cual llevaba por lo menos media hora jugando dando de brincos y enramándose y desenramándose entre las oquedades del señor árbol, había pasado a convertirse en una amenaza pública.

Yo ya imaginaba de qué iba todo el cuento desde el momento en el que el niño me respondió: “de mi pistola de juguete”. Pero hasta ése momento pude percatarme de la magnitud de la situación: el bar que está sobre el café de la contraesquina había cesado su acostumbrado escándalo y los parroquianos miraban desde la terraza con ávida curiosidad al sitio debajo del árbol donde el agente y yo conversábamos, en compañía, claro está, de otras dos patrullas que hacían eso que el argot denomina como “apoyo”.

–Una pareja que pasó en su auto pidió la asistencia, lo mismo que la gente de aquél bar y la cámara de tránsito ya lo grabó –dijo–; no puede andar en la calle como si portara una pistola de verdad.

Estaba de más que yo me hiciera el necio y preguntara cosas como: “y si anda en la calle como si no la portara, pero lo hiciera; ¿sí se vale?”, o, más en serio: “¿qué no era evidente que el niño estaba jugando?, lleva horas entrando y saliendo de esas ramas, las mismas que ustedes han pasado patrullando, ¿y de pronto, de buenas a primera, se vuelve un presunto delincuente?” Y digo estaba de más, porque a mi mente cruzó la idea de que, cuando a estos tipos se les llama porque en verdad se les necesita, nunca aparecen; ¿no debería estar satisfecho de que por fin hubieran respondido a un llamado de auxilio?

Pensé en el artículo que leí de Octavio Rodríguez Araujo, publicado esta mañana: “De militares y derechos constitucionales” (La Jornada, 29/04/10), y en la compleja urdimbre de lo que sucede en la mente de un así llamado guardián del orden sometido a una lógica de guerra como la que dictan nuestras autoridades civiles en conformidad con las doctrinas militares de nuestro vecino del norte. Y me puse en los zapatos de quienes han terminado por ver reducidas sus facultades mentales, al grado de creer que un niño jugando alrededor de un árbol puede ser un zeta en franco proceso involutivo a punto de convertirse en chimpancé.

No sé si hice bien o no, pero le dije al agente que entendía perfectamente. Como sea, ¿qué carajos hace un niño de 11 años a eso de las 2300 horas blandiendo lo que de lejos, y no tan lejos, puede parecer un arma de verdad?: si su papá, o quién sea, puede ser tan irresponsable como para tenerlo a tan altas horas de la noche fuera de su casa y de su cama, bien pudiera ser tan imbécil como para dejarle jugar con su revólver calibre .22, ¿qué no?

Es verdad, suena absurdo; pero, probablemente, la señora emperifollada que viniendo en su camioneta último modelo lo denunció, sí suele dejar su rifle de cacería al alcance de los angelitos de la casa (no sería la  primera vez que algo así ocurriera; pregúntenle a la sirvienta de los niños Salinas de Gortari)… perdón, estoy siendo sarcástico y, por eso, injusto. Mi única justificación, y no alcanza como tal, es que a mí jamás se me hubiera dado pensar que un niño, o quien sea, pudiera estar jugando con un arma de verdad en la calle: si soy tan acomedido y tengo el valor civil como para llamar a la policía porque veo a un mozalbete armado, quizás se me hubiera dado, también, dudar un poco de lo que veía porque de principio suena estúpido y ver con más cuidado la escena; y me hubiera dado cuenta de que era sólo un niño jugando.

¿Qué debo tener en la cabeza pero no hacerlo?... No, mierda no… Suena parecido, pero no; no es mierda. Lo que de seguro tengo, es miedo. Y por miedo, uno puede dejar de ver lo obvio; creerse el cuento de que la patria está en peligro y perder de vista que un problema de salud, como el consumo de enervantes y drogas, es un asunto de seguridad nacional; llamar en consecuencia al ejército o a la marina, si los militares ya se aliaron al capo en jefe de turno, y aprobar leyes que criminalicen al que todos sabemos que es carne de cañón para los cárteles de la droga: el más hambriento… porque es más fácil destruir que construir, es más fácil matar que educar, es más fácil privarle de su libertad que brindarle un trabajo digno con el que pueda vivir decorosamente.

Eso debo tener: miedo. ¿No fue el voto del miedo lo que según la mitología electoral llevó a Zedillo a la Silla del Águila tras el asesinato de Colosio? ¿No es el miedo lo que ondea Calderón como razón de la sinrazón de militarizar el país entero? ¿No es el miedo lo que justifica el que los fines de semana la gente que habita la otrora “ciudad de la eterna primavera” se autoimponga un “toque de queda”? ¿No es el miedo a lo que no puedo entender lo que me sirve de discurso para descalificarlo? ¿No es el miedo para con el otro, el distinto a mí, lo que me ayuda a pedir que sea expulsado, encarcelado, hacinado, exterminado? ¿No fue el miedo lo que calló tantas voces durante años de estalinismo? ¿No fue miedo lo que provocó tantos silencios cobardes en tiempos de nazismo? ¿No fue el miedo elevado a Acta Patriótica lo que le hizo ganar la reelección a Bush hijo?

Sí; eso debo tener seguramente: miedo… y sí, también algo mierda.

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