A Iván Zepeda y l@s compas de la
UNICACH,
en esta hora.
Diseño de Liubov Popova para el vestuario del Actor No. 2 de El cornudo magnánimo, de Crommelynck; dirección de Meyerhold. |
Casi
14 años después, estaba yo allí, frente a la puerta de entrada al Jardín Borda,
mirando al todavía candidato de las así llamadas izquierdas en medio de una
improvisada entrevista banquetera; mientras, en la Sala Manuel M. Ponce, todo
estaba listo para que presentara el programa de política cultural que su
administración llevaría a cabo si el electorado le obsequiaba la confianza de
su voto.
La
curiosidad me hizo quedarme a escuchar las exposiciones que enmarcaban la
presentación. No entré a la Sala, me quedé sentado en una banca de madera al
lado de unas mesas coquetonamente adornadas con banderitas de propaganda del
candidato.
Adentro de la Sala, un video daba cuenta grosso
modo de las bondades del programa cultural del ahora gobernador.
Llamaron mi atención dos o tres cosas:
la descentralización de las acciones de gobierno mediante una suerte de
relación cuasi orgánica con
promotores culturales de los 33 municipios del estado, lo cual saludé, y una
serie de programas de “Alta Cultura” (la Kultura
con “K” de la que habla Bonfil Batalla) con cierto toque aristocrático, lo cual
entendí; la tercera cosa es que el teatro había quedado relegado del programa,
pero eso será tema de otras improbables colaboraciones.
Lo que quiero destacar es que no había
nada en aquél programa que apuntara mínimamente, en cuanto a arte y cultura
toca, a transformar la relación de explotación resultante de la propiedad
privada de los medios de producción y de cambio; propiedad que en México está
detentada por un Estado capitalista donde la clase gobernante termina por
determinar qué es y qué no es cultura.
Considero importante el que por fin ocupe
la gubernatura del estado un político que parezca entender la trascendencia de
involucrar en las tareas de la política cultural a los hombres y las mujeres
que han llevado a cuestas la labor de defender, conservar, rescatar y promover
la compleja producción artística y cultural de los pueblos de Morelos; pero, al
quedar intocada la superestructura de orden capitalista en que se desarrollaría
la propuesta de articular a las y los promotores culturales de los municipios
con una iniciativa privada de carácter supuestamente filantrópico, se terminará
por facilitar la mercantilización de la producción artística y cultural de los
pueblos.
El arte y la cultura, lo saben tanto la
clase política y la iniciativa privada cuanto las y los promotores y creadores,
constituyen los espacios de resistencia de los pueblos y sus individuos ante el
embate del capital; en la cultura y el arte, se ha dicho hasta al cansancio,
están los ingredientes que dan cohesión a los más diversos y complejos sistemas
de simbolización-representación del tejido social y comunitario. Por eso mismo
es que buena parte de las prácticas de explotación, despojo, desprecio y
represión que el capital está emprendiendo en el siglo 21 suceden en el ámbito
de la producción cultural y artística.
En su nota «Izquierda y capital
financiero» (Milenio-Novedades de Yucatán,
9/10/2012), José Ramón Enríquez llama la atención sobre que las izquierdas
contemporáneas no han hecho frente a la expoliación del capital financiero lo
que los socialismos del siglo 19 sí hicieron ante la explotación del capital
industrial: analizar el modus operandi
de la clase dominante para actuar de manera fructífera en su contra,
entendiendo que teoría y praxis son
unidad indivisible en la construcción de partido.
Su crítica se centra en el
electorerismo de éstas izquierdas que «se han lanzado a una lucha […] en la
cual traicionan cada vez más los intereses de las mayorías [porque] en realidad
no pueden siquiera distinguir esos interés mayoritarios en un mundo de capitales
volátiles [aceptando] más y más ser simples administradores de intereses
minoritarios que tampoco entienden del todo», y sostiene que «es momento de
discutir una teoría» que ubique estos problemas como centrales «para llevar[la]
a la práctica».
En materia de capitalismo cultural ésa
volatilidad es aún mayor, porque las y los creadores tenemos como materia prima
los deseos, la imaginación, las ideas, el placer, y es allí donde el capital
está sentando sus reales; sin embargo, quienes a causa de los procesos de
proletarización neoliberal cada vez somos más trabajadoras y trabajadores del
arte y la cultura que meros proveedores de servicio en la industria del
entretenimiento, apenas y nos percatamos de dicha condición de clase y
difícilmente articulamos espacios de organización en la defensa de nuestros
derechos.
Estamos varados en el purgatorio de
una pequeña burguesía donde nos sentimos más que a gusto; lo único que puede
medio sacudir el confort snob en el que sobrevivimos es el
retraso de un pago que de por sí ya iba a llegar mucho después de que lo
necesitáramos o la cancelación de eventos de relumbrón y engordamiento de
cifras que además de mantenernos calladitos y besando la mano del mandatario en
turno sirven para cubrir el desvío de recursos, la malversación de fondos, el
enriquecimiento ilícito y la inoperancia política. ¿Cohesión del tejido
social?, ¿solidaridad con las luchas de otros sectores de la clase trabajadora?
«Esas son mamadas; a mí que me pongan dónde hay», decimos.
Para muestra, dos botones: nuestro
casi generalizado mutismo ante la lacerante contrarreforma en materia laboral, porque
hemos asumido con carta de naturalidad el que desde hace mucho se nos contrate
bajo las aberrantes condiciones que serán legales con la aprobación de esta ley
neoporfirista, y nuestra casi nula resistencia ante modelos de control
hegemónico como la educación por competencias, cuyo individualismo propiciará prácticas
de discriminación, exclusión, traición y descalificación donde debería
cultivarse la fraternidad, la solidaridad, la lealtad y la dignidad.
Yo no espero de la administración
graquista, ni de ninguna otra, la transformación del modo de producción
capitalista; sería como esperarlo de la clase política dominante, la iniciativa
privada, la banca financiera: de hacerlo se estarían dando un tiro en la
cabeza. Esa transformación debe venir de la clase trabajadora, ésa que los abanderados
de los discursos de la posmodernidad dictan que ya no existe. Emprender, pues, la
construcción de procesos de apropiación de los medios de producción y de cambio
es sólo tarea nuestra; pero, como afirma José Ramón Enríquez, es necesario
entender que estamos obligados a llevar a cabo una acción y una teoría
políticas que ubiquen al capital financiero y su volatilidad en su justo lugar.
De otro modo, lo mejor que podremos
hacer, al menos quienes nos dedicamos al teatro (¿ya les conté que éste oficio quedó
relegado en la exposición del programa cultural graquista?), será apostar por la
construcción de un mundo ficticio en el cual, como explica Bolívar Echeverría
cuando habla del ethos barroco, el
valor de uso, es decir, el disfrute producto de nuestro trabajo, tenga la
vigencia que la valorización del valor abstracto (léase la acumulación del
capital: la plusvalía) le cancela; pero no será nada más que eso: un mundo
ficticio.
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