Sesión (la de hoy) 38. Día 122 de la pandemia de SARS-CoV-2;
242 desde el paciente cero en Wuhan, China, y 40 de la así llamada “Nueva
Normalidad”.
~ La carpa y eso que
llamamos “revolución” ~
En su tesis Teatro popular en la ciudad de México en la primera mitad del siglo XX,
de donde hemos obtenido gran parte de la información de que abrevan estos apuntes,
Miguel Ángel Alemán Torres nos cuenta que a principios del siglo XX, en las
principales plazas de la ciudad se ubicaba la mayoría de las diversiones
públicas accesibles a las clases populares; la vida de los barrios estaba articulada
de acuerdo con patrones demográficos que constituían “públicos” de los
espectáculos de feria, del género chico, la zarzuela, las variedades y, en su
momento, del cinematógrafo; este tipo de público estaba constituido en su
mayoría por obreros y artesanos.
Para ofrecer cualquier tipo de espectáculo
se necesitaba el consentimiento del Ayuntamiento. Lo mismo sucedía para quienes
querían dar exhibiciones de figuras de cera, figuras en movimiento, mesas de
tiro al blanco o funciones de títeres. De estas últimas había compañías
pequeñas integradas por dos o tres titiriteros que se presentaban en las calles
o ferias, y otras más grandes de más de doce titiriteros que se presentaban en
teatros establecidos. Los permisos cumplían una doble función: establecer un
control sobre las diversiones públicas y la generación de recursos económicos.
Los espectáculos eran anunciados a partir
de programas de mano que se repartían en las calles por niños llamados “gritones”
que iban con orquesta, tambores, cornetas, anunciando corridas de toros, circo,
funciones de cinematógrafo o teatro con la finalidad de llamar la atención y
despertar la curiosidad. También se colocaban carteles en las paredes de las
calles y afuera de los teatros, circos, plazas de toros y palenques. Las
diversiones para las clases populares se desarrollaban por lo regular en los
espacios públicos. “A las cuatro o cuatro y media, al toque de una marcha
ejecutada por la murga, salían los volantines y cirqueros y a la cabeza el
famoso payaso, quien hacía al público grotescos saludos y presentaba a sus
chicos, como él llamaba a todos los de la comparsa”.
Una vez estallada la guerra civil
surgieron, por un lado, un teatro cuyas obras trataban los temas políticos y
sociales en boga de una forma satírica, y, de la mano del teatro de revista, pasaban
ídem a los principales
acontecimientos para que el público estuviera informado, equivalente a un
periódico, y a la vez se divirtiera; y, por otro lado, un teatro de variedades en
el que se presentaba una diversidad de números artísticos como bailes,
ilusionismo, malabares, etcétera, sin un trasfondo político. En lo que al
teatro político de la carpa toca, fue un género que se pudo consolidar, en
parte, debido a que la Sociedad de Autores Españoles se negó a proporcionar obras
a los empresarios mexicanos; esto impulsó a que los autores mexicanos
escribieran obras propias y muchos lo hicieron sobre los acontecimientos que se
daban en el país.
El género político, considerado un género
chico, llegó a convertirse en un género nacional muy diferente a los géneros
importados de Europa. “Lo que dio en llamarse género chico –escribe Luis de
Tavira– más que una estructura dramática, fue un tono que alentó un dinamismo
transgresor, degenerador de las formas y convenciones asimiladas de la cultura
identificada con las formas de dominio y control ideológico (…)
El surgimiento del llamado género chico, supuso una invasión. Una especie de
motín popular, una toma de la Bastilla teatral. Un asalto a los coliseos y casa
de comedias, una sublevación de la zarzuela. En consecuencia, otro teatro,
otros autores, otros escenarios, un nuevo tipo de actores y especialidades
actorales, otros personajes, casi siempre típicos, en los mejores casos
arquetípicos, pero sobre todo, un nuevo público y una nueva relación entre el
teatro y la sociedad.”
Entre la década que va de 1906 a 1916, aproximadamente,
se concentran los mejores capítulos de lo que, de haberse concretado, sí
hubiera llegado a ser una verdadera revolución, pues, hablamos del período que
va de la huelga en Cananea a la Comuna de Morelos, pasando por un primer
momento que incluye la rebelión de Acayucan, la huelga en Río Blanco y la
batalla de Baja California, que junto con la huelga en Cananea fueron episodios
protagonizados por el magonismo; un segundo momento que se centra en la pinza
de las tomas de Ciudad Juárez, por el villismo y el orozquismo, y la de Cuautla
por el zapatismo, ambas desautorizadas por Madero pero que terminaron siendo la
razón de peso para la renuncia de Díaz, y un tercer momento que se
caracterizaría por las campañas guerrilleras del villismo y el zapatismo, la
Convención de Aguascalientes, donde el magonismo, el villismo y el zapatismo se
tomaron de la mano para acorralar al carrancismo, y la misma Comuna de Morelos
llevada a cabo por el zapatismo.
En esta década, la de los acontecimientos
desdeñados por la narrativa oficial de la “Revolución Mexicana” con el
propósito de escamotear que la guerra civil tuvo un carácter de lucha de clases
donde la burguesía terminó ganando la partida a la clase trabajadora, las obras
de teatro de la revista y la carpa tendrán como característica principal el
chiste político, la sátira descarnada y la ridiculización de todo aquello que
tuviera alguna liga con el antiguo régimen. Durante estos años salió toda la
represión contenida en la etapa porfirista y fue expresado abiertamente en el
teatro de carpa y de revista en esa fórmula de contar a modo de parodia un
suceso conocido previamente por el espectador, poniendo en la palestra popular a
personajes de la vida real, principalmente políticos, aderezados con números
musicales y bailes dentro de un ambiente picaresco.
Empero, al menos en la Ciudad de México, la
sucesión de acontecimientos como la renuncia de Díaz, la llegada de Madero, la
Decena Trágica, la derrota de Huerta, la insubordinación de Carranza a la
Convención de Aguascalientes y la correspondiente traición a la misma por parte
de Obregón, generaron desestabilidad en el comercio y gran desabasto, y se
contaron en miles las personas que murieron a causa de la violencia o del
hambre, así como las que migraron para escapar de ambas. Los espectáculos, por
lo mismo, habían ido disminuyendo hasta que la vida social de la población se
paralizó por completo, y junto con ella, el ambiente teatral.
~ El Peladito ~
Una vez pasada la etapa más álgida de la
guerra civil; es decir, una vez socavada la Convención de Aguascalientes,
reducido el magonismo, orillado el villismo y tendido el cerco al zapatismo que
le costará la vida al mismo Zapata, el teatro cobraría nuevamente importancia:
hay registros que entre 1918 y 1925 existían más de 20 teatros nuevos que
sumaron sus butacas a los viejos coliseos decimonónicos, y para 1921 se daba ya
permiso para anunciar funciones de carpa en autos por las calles de la ciudad,
pues, casi ninguna carpa tenía ubicación fija al situarse en terrenos o
plazuelas disponibles. México y el mundo hacían su entrada a los así llamados
“felices 20’s”.
En las carpas se ofrecían funciones de
circo, títeres, zarzuelas importadas de España, además de atracciones
musicales, números ecuestres, entre otro tipo de entretenimientos que
disfrutaban por lo general los sectores populares de la población, como: equilibristas,
contorsionistas, pantomimas, acróbatas, marionetas, magos, prestidigitadores,
pulgas amaestradas. En el Salón Domínguez, por ejemplo, el público llegó a ver
a una mujer de 65 centímetros, sin piernas ni brazos, que bordaba, cosía,
disparaba el rifle, bailaba el jarabe tapatío y ejecutaba labores difíciles.
Las carpas habían heredado además del circo gran parte de lo que más tarde
sería conocido como espectáculo carpero; en especial, al payaso, al cual
tomaron y modificaron convirtiéndolo en el cómico de carpa. En México, uno de
los más famosos es Soledad Arcaydo, payaso y titiritero que fuera, además, uno
de los primeros nombres registrados como propietario de una carpa o jacalón.
A las carpas también se les conocía con el
nombre de maromas. Gente de trabajo ocupaba la mayor parte de las graderías:
artesanos, herreros, carpinteros, pequeños comerciantes. Al terminar la función
de cómicos y números acrobáticos el espacio solía transformarse en una pista de
baile. En la Ciudad de México, las carpas o maromas se localizaban por todos
los rumbos de la urbe; pero, las más populares eran las que se situaban en las
calles cercanas a lo que ahora es el Eje Central. En 1924, en la ciudad había
22 carpas que ofrecían funciones de variedades. Una de las carpas más famosas
fue “La Mariposa”, situada en la calle General Anaya, cerca de la plaza de La
Merced, su propietario don Pepe Herrera, “Procopio”, también fue payaso de
circo. “La Mariposa” llegó a ser la carpa más grande de su tiempo, tenía
lunetas y galería, un gran foro y camerinos individuales aunque muy estrechos.
La mayoría de los cómicos de carpa más
destacados fueron personas originarias de barrios populares de la Ciudad de
México que compartían una identidad en común que les llevó a ganarse el gusto
del público. Ya no eran los típicos “charros” o “inditos” de tinte folclórico,
característicos del teatro costumbrista; muchos habían adquirido la
personalidad del payaso o el mimo y, con el tiempo, se fueron quitando el
maquillaje, quedándose con una vestimenta roída y sucia, dando origen al que
quizás sea su personaje más emblemático: El Peladito. Según Armando de Maria y
Campos, hacia 1910 Anastasio Otero Tacho era el mejor intérprete del pelado arrabalero, siendo un precursor “del
mexicano del pueblo bajo en escena”.
El surgimiento de este personaje tuvo mucho
éxito porque el público se sentía identificado con él: representaba a personas
de su misma clase. El Peladito reflejó al sujeto urbano marginado que con el
uso de su astucia y mal lenguaje siempre salió bien librado, aunque nunca
pasaba de ser pobre. Así, la imagen del pelado,
en tanto despojado de todo, que se relaciona lépero (afligido por la lepra de
la pobreza) del siglo XIX, se corresponde con un estereotipo acorde a personajes
típicos regionales.
En el contexto de la carpa, El Peladito se
convierte en un estereotipo de personaje dentro de la Ciudad de México; un
individuo que deja de ser campesino, pero que se encuentra inadaptado dentro de
la urbe al perder su raigambre, posiblemente espejo de los migrantes que llegan
a la capital dejando el campo y tratando de integrarse a la vida citadina.
Roger Bartra menciona que El Peladito es la
metáfora perfecta que hacía falta: es el campesino de la ciudad que ha perdido
su inocencia original, pero sin ser todavía un ser fáustico: ha perdido sus
tierras, pero todavía no gana la fábrica; entre dos aguas, vive la tragedia del
fin del mundo agrario y del inicio de la civilización industrial. De allí que,
como observa Alemán Torres, este personaje obtenga mayor popularidad justo
cuando el país se está industrializando de manera acelerada, haciendo que la
población rural migre a las ciudades en crecimiento y empiecen a adaptarse a la
dinámica urbana, no sin dificultades.
De esta suerte, heredero por tradición
lingüística del gracioso del sainete
y el entremés novohispano, y, desde luego, de la figura de donaire de los Siglos de Oro en español, El Peladito y el
amplio desfile de personajes y tipos populares que aparecieron en la carpa y/o
la revista, y que posteriormente serían incorporados al cine mexicano, como El
Teporocho, La Rumbera, El Catrín, El Payo, El Charro, El Fifí, El Genízaro, La
Vendedora, La Criada, el Indito, El Licenciado, El Valedor, El Pendenciero, La
China Poblana o El Gachupín, constituirían el catálogo de máscaras que harían
de la carpa la commedia dell’arte
mexicana. De esto conversaremos en nuestra entrega de mañana.
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